31.1.12

La cara del héroe

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La historia a la que alude esta fotografía es la de un ciudadano alemán que, en pleno auge del nazismo, asistía a las manifestaciones públicas del partido, incluso aquellas en la que Hitler estaba presente, sólo para hacer notar su disenso: para no cantar los lemas y no hacer el saludo nazi y que todos vieran su rostro. Su nombre era August Landmesser. Había sido miembro del Partido Nazi en los años treinta pero para la fecha de esta imagen (1939) ya había sido arrestado por casarse con una judía y tener hijos con ella. Nada de eso lo amedrentaba. En una sociedad que se embanderaba bajo el odio al diferente, él subrayaba su diferencia, en público. Regresó a prisión, luego fue forzado a entrar en un batallón durante la guerra, luego fue dado como desaparecido en acción.

Será acaso arbitrariamente que hago esta relación, pero el hecho es que viendo la foto y leyendo la historia detrás de ella, me vienen a la mente los seudo-héroes enmascarados que abundan en estos días, los que, supuestamente en defensa de la libertad de expresión e información de las mayorías, atentan contra la libertad de opinión e información de cualquiera que se les oponga, y lo hacen, para colmo, usando las hoy célebres mascaritas de Guy Fawkes, un terrorista ultracatólico que planeaba homicidios masivos con el objetivo de establecer en Inglaterra una monarquía que estuviera bajo la sujeción del Papado. (Ironías de la Generación Plop). En favor de Guy Fawkes hay que decir que las cosas que él hacía las hacía sin una máscara de Guy Fawkes, ni ninguna otra.
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23.1.12

Rocinante y la Generación Plop

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Imaginen por un momento la historia de este personaje: un hombrezuelo que pasa años y años leyendo novelas sobre caballeros andantes hasta que se le seca el seso y se transforma en Rocinante. Algo así es la historia de Marco Sifuentes y los cómics.

El problema, por su puesto no es ese: el bestiario nacional de animales fantásticos está superpoblado, es cierto, pero también es verdad que parece dispuesto a admitir nuevos especímenes. El problema es que Marco Sifuentes escribe, que tiene tribunas de opinión, que hay gente que lo sigue y que le cree, y que cree que Rocinante es un experto en temas de comunicaciones, en los asuntos del mundo virtual y el ciberespacio. Hay personas con alguna credibilidad que parecen tomarlo en serio.

Si quieren rápidamente comprender con exactitud a qué me refiero, denle una mirada a este artículo suyo acerca de los temas del proyecto de ley SOPA y el proceso legal contra MegaUpLoad. Si ya lo hicieron es probable que yo no deba seguir argumentando: las cosas son obvias, tanto las que están en el artículo como las que no están.

Primero, las que están. Cada vez que Marco Sifuentes y alguno que otro compañero suyo de la Liga de la Justicia busca una metáfora para describir un fenómeno, casi sin importar cuál sea el fenómeno, la metáfora es "X es una guerra". Luego la convierte en alegoría: en esa guerra, "Z es Hiroshima" e "Y es Pearl Harbor". Esa guerra es librada por oscuros grupos anónimos, malvadas superentidades y antihéroes gordinflones sentados ante una gran consola en el último sótano de un bunker.

Lo que falta. Lo que falta es claramente cualquier forma de juicio moral. Es que, como sabemos, para un buen miembro de la Generación Plop (en la que no están todos los coetáneos, solo los plops), cualquier cosa que huela a moral es "moralina". Por eso, las cosas son descritas como describe un locutor de la televisión una pelea de kick boxing: todos los rivales son feroces, todos son agresivos, todos los golpes tienen una técnica pero ninguno tiene un valor positivo o negativo, ninguno es motivado por ninguna razón particular y, claro, virtualmente nada es condenable.

Y enmarcándolo todo, está la gran premisa de todo cómic expresamente diseñado para fanboys con un dedo de frente: todo esto ocurre en un mundo alternativo que no es nuestro mundo real (ya poco menos que inexistente) pero que es, en cierta forma, más real que la realidad. En ese universo paralelo, todo es tan nuevo y todo es tan diferente, que las leyes de nuestra moral y de nuestra ética se vuelven inaplicables. Alguien ha inventado una nueva máquina en una nueva isla del doctor Moreau, y desde ahora nuestros viejos principios dejan de funcionar.

No es broma: la consecuencia práctica es que, para quienes forman la Generación Plop, hay algo así como la sospecha de una nueva moral y una nueva legalidad que gobernará el futuro, pero, a la vez, como la anterior moral ya no es válida ni legítima, entonces vivimos literalmente en una tierra de nadie donde todo funciona y todo es aceptable considerando que quizás se imponga y nos rija próximamente. De ese modo, sin tener que decirlo siquiera de modo demasiado explícito, y aunque resulte paradójico (ya que, recordemos, la moral no existe para ellos), para la Generación Plop hay siempre una carga negativa con la que se marca a los defensores de la ley y una carga positiva con que se señala a los que la quieren quebrantar.

¿Por qué? La respuesta que darán será curiosamente libertaria y curiosamente anarquista pero yo tengo la impresión de que los motivos son infinitamente más tontos: porque quieren, en el fondo de sus corazoncitos, que el juego continúe, porque ese nuevo mundo paralelo, de llegar a imponerse, les dará espacio para fantasear; es decir, lo quieren como la audiencia de Fringe quiere que la agente Olivia Dunham se desdoble ya no en dos sino en tres o cuatro: para que la saga prosiga.

El problema es que no están describiendo un cómic. El otro problema es que si entre los actores de esta historia real existe, por ejemplo, una banda de ladrones que se enriquece con lo creado por otros, y un grupo anónimo de súper vengadores dispuestos a cualquier tipo de atropello con tal de castigar a quienes no piensen como ellos (y que defienden a los ladrones como si ellos tuvieran derecho al hurto allí donde los demás no tienen ni siquiera derecho a la queja), entonces el juicio moral es necesario y no se puede postergar o evadir simplemente para seguir viviendo la excitación del palomilla de ventana que mira una bronca ajena desde las sombras de un edificio en Ciudad Gótica.
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21.1.12

La covacha de Kim Dotcom

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A uno le nace el espíritu solidario cuando piensa en los rebeldes que, viviendo poco menos que en la clandestinidad, y no lejos de la miseria, libran una feroz batalla contra el capitalismo salvaje, una verdadera cruzada antisistema, cruzada proletaria, cruzada subterránea, saboteando, desde sus computadorcitas hechas de remiendos, a las colosales corporaciones que acumulan sin piedad el dinero que estos verdaderos adalides de la libertad y la redistribución quieren dividir en partes iguales entre todos los pobres de la tierra.

Miren, si no, en la foto, la covacha infrahumana en la que se ve obligado a malvivir el heroico Kim Dotcom, ese resurrecto Robin Hood, fundador de MegaUpLoad, mientras emprende su lucha contra los billonarios esclavistas de las grandes transnacionales. No es sorprendente que Anonymous y otros enmascarados y desenmascarados anarquistas, socialistas, progresistas y radicales salgan en defensa suya cuando MegaUpLoad se vuelve víctima del brazo inquisitorial de la ley y la represión. Porque, ¿acaso no es una verdadera ofensa contra las libertades de expresión e información que el modesto sitio web de este monje mendicante haya sido clausurado y sus negocios estén bajo investigación, simplemente porque el pobre hombre olvidó que los productos con los cuales estaba comerciando eran ajenos?

Me pregunto por qué sus defensores asumen que la de Dotcom es una suerte de campaña contra el capitalismo. Dotcom no parece nada inconforme con la forma en que el capitalismo funciona, por lo menos no a juzgar por su actitud como consumidor, inversionista y acumulador de riqueza. Un ladrón que asalta un banco no es un héroe anticapitalista (excepto en las novelas de Piglia): es simplemente un ladrón que se beneficia de la existencia de los bancos que roba, sin los cuales no podría mantener su oficio.
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20.1.12

MegaUpLoad vs. la producción cultural

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MegaUpLoad no es una suerte de refugio comunal donde los faltos de recursos, gracias a la solidaridad de un héroe desinteresado, pueden conseguir gratuitamente productos culturales que de otra manera estarían fuera de su alcance. MegaUpLoad es un sitio web de propiedad de un multimillonario alemán, dueño de mansiones y que vuela en un jet privado, cuyo mérito consiste en enriquecerse con el trabajo ajeno sin pagar derechos por él. El nombre de esta persona es Kim Schmitz (cuarto de izquierda a derecha); lo conocen como Kim Dotcom. Antes de ser el propietario de MagaUpLoad fue un hacker convicto por fraude con tarjetas de crédito y convicto también por fraude cibernético y manejo de bienes robados. MegaUpLoad, pues, no es su primer crimen, sólo el más notorio.

Como saben de sobra los interesados en el tema, en MegaUpLoad no sólo se encuentran superproducciones de grandes estudios cinematográficos o música de disqueras transnacionales: allí, y en otros sitios semejantes, están también, pirateados, el trabajo de intelectuales, resultado de años de investigaciones hechas con fondos propios o de instituciones académicas o de otro tipo, y ahí están también las obras de artistas que, como cualquier otro trabajador manual o intelectual, viven, o deberían vivir, de su trabajo.

Si alguien cree que estamos hablando de una nueva tecnología salvadora que coloca a la audicencia a un paso de los creadores, debería reflexionar también sobre otro aspecto: una vez que MegaUpLoad agota la audiencia de esas obras, ¿cómo es que los autores ven su trabajo retribuido? Y quizás más importante: ¿cómo es que el sistema que están generando sitios como MegaUpLoad garantiza la continuidad de la creación artística e intelectual? ¿Qué pasa con, digamos, un cineasta modesto que es incapaz de recobrar lo invertido en sus producciones? ¿De dónde vendrá la siguiente?

La respuesta más pusilánime y sin embargo también la más frecuente es que esos artistas encontrarán financiamiento a través de políticas de estado, de fundaciones gubernamentales y de becas, de premios nacionales y de promoción cultural. Es decir, que para que un usurpador de lo ajeno vuele en jets privados y uno pueda disfrutar del trabajo de ciertos creadores, son el estado y sus organismos los que deberían otorgar los fondos. Y si el estado no lo hace, allí se detiene todo, porque MegaUpLoad y sus congéneres no han propuesto nunca una manera alternativa real para lograr que la rueda siga girando sin perjuicio de artistas, científicos, intelectuales, etc., y sin perjuicio de quienes financian su trabajo. Curiosamente, así, buena parte de los que asumen un aire anarco para defender a sitios como MegaUpLoad, al mismo tiempo se vuelven estatistas a rajatabla a la hora de pensar en cómo mantener la industria cultural con vida.

Por eso, las protestas contra el cierre de MegaUpLoad me parecen no solo abusivamente facilistas sino risiblemente contradictorias. Quienes se toman un minuto extra para añadir a la queja la observación de que las nuevas tecnologías hacen indispensable la creación de nuevos mecanismos de distribución, parecen no notar lo más eviente: son sitios como MegaUpLoad los que atentan contra el avance de cualquier solución: porque, después de todo, mientras a los consumidores se les ofrezca la posibilidad de bajar versiones pirateadas de cualquier cosa gratuitamente o a precios ínfimos, ¿qué necesidad tienen de darle su dinero a, por ejemplo, un artista que decida vender independientemente sus canciones a 50 centavos cada una? Cualquier oferta de un creador puede ser mejorada por un pirata, por un solo motivo evidente: porque el pirata no ha gastado un centavo en crear el producto.

(Fotografía de The Guardian)
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18.1.12

La paradójica tiranía de Wikipedia

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"For over a decade, we have spent millions of hours..." Así comienza el anuncio de Wikipedia acerca del blackout de hoy. Hasta donde yo sé, en una década sólo hay 87,600 horas. Claro, deben de estar multiplicando las horas de trabajo por la cantidad de personas que pasaron esas horas trabajando. Pero no lo puedo afirmar porque busqué el concepto en Wikipedia y está en blackout. Me han inutilizado.

Wikipedia, está de más decirlo, tiene muchos méritos y muchos defectos. Entre los méritos: es una enciclopedia infinitamente mayor que cualquier otra conocida previamente en cuanto al espectro de los temas cubiertos; su puesta al día es a veces poco menos que inmediata; la calidad colaborativa de su elaboración la hace además un foro de discusión, nada inválido en tanto tribuna y medio de intercambio.

Entre sus problemas: está más sujeta que cualquier otra enciclopedia a la inclusión de información especulativa o simplemente malintencionada; temas de alta complejidad intelectual son tratados en ella, no pocas veces, como si fueran materia de chisme y rumor inconfirmado; es objeto constante de intervenciones voluntariamente dolosas: es un vehículo que se presta a la propaganda y la antipropaganda coyuntural y no ha desarrollado suficientemente los instrumentos que permitan discernir entre información especializada y lugar común, arbitrariedad o simple y pura mala intención.

Quien consulta Wikipedia para refrescar datos de un campo que ya conoce, puede estar prevenido contra las deformaciones de la información; quien entra para enterarse por primera vez está más o menos indefenso ante la amenaza de la distorsión y el eventual capricho de un enciclopedista veleta. Es posible alegar que lo mismo ocurre con cualquier otra enciclopedia (abundan los ejemplos, los paso por alto por cuestión de espacio); pero Wikipedia parece más propicia y más temible en lo que toca a la imposición de la desinformación porque su enormidad la está convirtiendo en la primera y a veces la única fuente de información para mucha gente.

Los profesores universitarios que trabajamos con estudiantes de bachillerato sabemos que a veces es una batalla perdida de antemano explicarles a los alumnos que los datos de Wikipedia pueden ser inexactos, irrelevantes, secundarios, torcidos, falsos o antojadizos. Ellos, que han crecido con Wikipedia como su primera y más frecuente fuente de lectura, tienden naturalmente a aceptar a Wikipedia como el punto de partida para cualquier tarea de familiarización con un tema.

La paradoja de Wikipedia es que, pese a que en su propuesta prima un rasgo democrático (el conocimiento como construcción comunal, colectiva, descentralizada), su éxito la está convirtiendo en un elemento más poderoso, central, omnímodo y omnipresente que cualquier otra fuente de información en el planeta. Otra vez hablo como profesor: hay muchos estudiantes para los cuales aquello que no está en Wikipedia es sospechoso de irrelevancia: ¿un escritor al que Wikipedia le dedica apenas un párrafo? Debe de ser de muy poca importancia. ¿Un concepto teórico que Wikipedia despacha en tres líneas o resume hasta la casi total desaparición? Debe de ser intrascendente.

Los estudiantes están más o menos a salvo de que esa idea se entronice en sus cabezas: la academia les enseñará con cierta rapidez que hay otras fuentes y otros caminos.Quienes no pasen por la academia, en cambio, corren el riesgo creciente de someterse a los límites y a las limitaciones de Wikipedia. Wikipedia está creando un mundo a su medida.

No estaría nada mal que Wikipedia desapareciera no hoy, no solamente hoy (como ha elegido hacer en protesta por la inminente legislación sobre la transmisión de información en internet), sino por un cierto tiempo cada cierto tiempo: uno o dos meses al año en que la gente tuviera que verse forzada a buscar información en otras fuentes, y se acostumbrara, luego, a la existencia de esos otros recursos. Digo yo: para que el mundo no sea Tlön.
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17.1.12

Sobre Movadef

Gente más informada que yo sobre el asunto está escribiendo acerca del tema de Movadef, el grupo de senderistas que, al parecer sin renunciar a los dogmas de Guzmán, pretende ingresar en la vida política peruana como un partido legal. Baste decir que, como a la mayoría, me parece un horror, una jugarreta aborrecible y un despropósito. Hay que añadir que es un horror permitido por un vacío legal y político que no fue llenado ni por los gobiernos de Fujimori, Paniagua, Toledo y García ni por ninguna iniciativa nacida de la sociedad civil. Es decir, el error es nuestro, en el sentido más inclusivo que la idea de “nosotros” pueda tomar para un peruano, o al menos para peruanos que gocen de alguna agencia en nuestra vida en común.

Yo sólo quiero añadir un par de observaciones, quizás laterales. La primera es que mientras los horrores cometidos desde el Estado peruano sigan sin ser reconocidos y reparados, poco se habrá hecho por crear un clima en el que fenómenos como éste otro, el de Movadef, puedan ser no sólo interceptados y solucionados a posteriori, sino previstos y deslegitimizados de antemano. Porque el clima de suciedad multilateral de los años ochentas y noventas seguirá abierto y sus heridas seguirán sin cauterizar. No hay mejor manera de anular intentos inmorales que ofrecerle al país una esfera pública transparente, redimida y voluntariamente activa en mantener su propia limpieza.

La segunda (muy próxima a la otra) es que, mientras parte de la voz pública en contra del senderismo provenga de los antiguos y presentes líderes del fujimorismo, que participan de nuestra vida política como si ellos no provinieran también de un colectivo manchado y criminal, mientras insistamos en que nuestros abogados acusadores contra la criminalidad de Sendero Luminoso sean los abogados defensores de la impunidad de Fujimori, poco habremos adelantado para que esa voz suene sincera y capaz de representar, en verdad, un rechazo sólido y unánime contra la impunidad del delito y contra la vil agresividad del crimen.

(La caricatura es de Molina y la pueden ver mejor aquí).

Los nerds (Academicistas e intelectualoides, 2)

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Entre quienes con mayor frecuencia usan despectivamente palabras como "intelectual" y "académico" abunda un tipo especial: los que gustan de autodenominarse "nerds". Suelen ser treintones en All Stars, con polito de Supermán, anteojos de montura ancha y una barba de tres días que les cuesta años calcular. Suelen estar orgullosos de ignorar a profundidad los temas que les parecen muy serios y cada vez que pueden despliegan, en cambio, una especie de conocimiento caótico sobre aficiones prepubescentes adquiridas a destiempo.

Hay un error con todo eso, claro está, y es el error de la superficialidad. Los verdaderos nerds, para comenzar, no son anti-intelectuales, sino todo lo contrario, y suelen tener el espíritu académico grabado en el ADN. La mentalidad del nerd no es otra que la mentalidad del erudito: son estudiosos, investigan, rastrean, confrontan datos, construyen teorías, arman hipótesis, celebran cada descubrimiento, persiguen fuentes, se sumergen en bibliotecas y hemerotecas, materiales o virtuales, y emergen de ellas con la satisfacción de saber algo que antes no sabían.

Son impresionantemente semejantes a un profesor universitario y, con no poca frecuencia, ése es su verdadero oficio, o al menos su extraviada vocación. Alguien que quiere saberlo todo acerca de cómo funciona el cerebro humano, o alguien que quiere saberlo todo sobre el origen, la producción y la difusión de las novelas caballerescas medievales no es demasiado distinto de alguien que quiere saberlo todo acerca de cómo funcionan las redes sociales, o qué pasa en el disco duro de su computadora cuando una nueva señal ingresa en él, o qué representa en el imaginario popular el consumo multitudinario de historias de superhéroes. El asunto puede diferir, pero el hambre de conocimiento es la misma y las formas de proceder son semejantes.

En el medieval Libro de Apolonio se cuenta la historia de un rey que abandona su biblioteca, convencido de que todo lo que en ella ha leído es irrelevante o errado, y sale a conocer el mundo a caballo y luego en un velero. Unos siglos después, en el Quijote, un hidalgo manchego deja atrás su biblioteca debido a un impulso diferente: quiere, acaso inconscientemente, comprobar que el mundo real sí es idéntico al que él ha conocido en sus libros. Apolonio es un nerd que renuncia y el Quijote es un nerd practicante. Pero lo es, precisamente, porque es un bibliópata, un ratón de biblioteca, un erudito: su error es la locura, pero es la locura el error, no el ímpetu libresco. Intuye que entre libros y mundo hay una conexión real.

¿Qué cosa es un nerd que descree del academicismo, la intelectualidad y la erudición y renuncia al esfuerzo de descubrir la relevancia de aquello que atrae su curiosidad? Es un idiotizado, un hipnotizado; no es que deje de ser un poco intelectual: es que se ha transformado en un intelectual irrelevante, un falso intelectual, y su falsedad la expresa en su desprecio ante aquellos intelectuales que siguen confiando en la importancia del conocimiento.

De hecho, la academia, esa fábrica de verdaderos nerds, es la instancia social que ha dotado de relevancia a los temas que los falsos nerds reclaman como suyos pero son incapaces de comprender en su verdadera complejidad. Hay los falsos nerds que pueden citar millares de películas de horror pero jamás podrán explicar, por ejemplo, de qué manera el 11 de setiembre del 2001 marcó el nuevo boom de las películas de horror en los Estados Unidos, o cómo los monstruos mutantes y los humanos deformes invadieron las pantallas japonesas después de Hiroshima (ayer nomás hablaba de esto con un amigo, el antropólogo --y nerd-- Tito Castro).

Hay los falsos nerds que saben hasta qué marca de camisetas usa Alan Moore pero no pueden siquiera empezar a problematizar cuál es la relación entre la moral del superhéroe descreído de hoy y las obras de Nietzsche y Dostoievsky y la explosión del terrorismo contemporáneo y el imperialismo al estilo George W. Bush. Eso lo hacen, en cambio, los verdaderos nerds, casi siempre desde dentro de la academia. Hay los nerds que construyen robots (como los perros jugadores de fútbol con que mis colegas de Bowdoin han ganado medallas nacionales en torneos de cibernética) y hay los falsos nerds que se compran su muñequito de robot y acaso sueñan con ser uno.

El verdadero nerd es un académico (dentro o fuera de la academia), un intelectual, un escolástico; el verdadero nerd sabe que no hay nada trivial en la indagación de nuevos conocimientos. No es nerd por autoproclamación y no necesita las Converse blanquinegras ni el pin de V for Vendetta. Necesita más libros, más bibliotecas, más salones de clase, más archivos, más tiempo para aprender, más canales para decir lo que sabe: más academia.
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16.1.12

Una de piratas (y tecnología)

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El ciberespacio parece tener una manera sui generis de separar a conservadores de progresistas: ponerlos a conversar sobre derechos intelectuales, derechos de autoría y derechos de reproducción. No importa de qué lado del espectro político venga cada quien, hay una especie de tendencia natural a creer que quienes persisten en creer en la necesidad de preservarlos son conservadores y quienes proponen fórmulas alternativas y modos libres de préstamo y reproducción son progresistas.

Estos últimos parecen creer en una suerte de gran axioma: los cambios en la tecnología propician nuevos soportes para la información y también propician nuevas facilidades para la reproducción (por ejemplo, para la libre reproducción del trabajo ajeno). Siendo así, a la humanidad no le queda otra cosa que adaptarse al cambio y dejar en el museo de los objetos inútiles todas sus costumbres legales sobre el tema.

Son los mismos que heroizan a los hackers y a los pseudo-hackers, que defienden la piratería o la rebautizan con algún nombre menos hiriente. Para ellos, si la tecnología permite nuevas maneras de difusión, esas maneras son legítimas casi automáticamente; oponerse a ellas es retardatario. Suena interesante, pero es antojadizo y, además, es una noción demostrablemente falsa desde el punto de vista histórico.

Conversando con un amigo español, historiador de la literatura, descubro el asunto de las batallas legales entre dramaturgos, compañías de teatro y dueños de corrales de comedias entre fines del siglo XVI y mediados del siglo XVII en España. Cuando un dramaturgo escribía una obra, vendía el manuscrito original y ciertas leyes le pedían que firmara en la primera página con su nombre y anotando a qué compañía de teatro le vendía la obra. El director de la compañía, entonces, se convertía en el dueño de la obra y el ejemplar era la prueba física (simultáneamente nacían y eran cedidos los derechos de autor y se originaban los derechos de representación).

Entonces entraban en la historia los llamados "memoriones": sujetos que iban al corral de comedias a ver las escenificaciones de las obras; las veían una vez, dos veces, diez veces. Durante cada función memorizaban poco a poco los diálogos y los transcribían, hasta que, al cabo de un tiempo, tenían un nuevo manuscrito de la misma obra, que entonces entregaban a otro director de otra compañía (el que los había comisionado desde un principio para esta operación). Semanas más tarde, esa nueva compañía "estrenaba" la misma obra en alguna otra ciudad.

La tecnología, entonces, eran la pura memoria y la pluma y el papel. Que esa tecnología permitiera esa reproducción y esa nueva transmisión de la información, sin embargo, no legitimaba nada. Y así ha sido siempre. La misma batalla se sigue librado ahora, casi medio milenio más tarde. Si en ese tiempo el memorión y el fraudulento director alegaban que, si ellos tenían la forma de hacerlo, tenían entonces también el derecho de hacerlo, el sentido común les respondía con juicios y con multas y también con una mirada de sorpresa ante el descaro de la explicación.

Esto que digo, claro, puede ser leído como el tonto alegato académico de un intelectual. Pero es que a veces el conocer un poco más (por ejemplo, conocer la historia un poco más), nos permite ver que aquello que hoy nos deslumbra por su novedad es en verdad muy antiguo. Antiguo como el plagio, el atropello y la dolosa apropiación de lo ajeno. En mi anticuada manera de ver las cosas, por otro lado, lo verdaderamente progresista es asegurar la supervivencia de ciertas formas de creatividad y ciertas formas de investigación, y nunca he escuchado un argumento que me explique cómo es que ambas cosas puedan seguir garantizándose bajo el nuevo escenario que los falsos progresistas proponen.
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Columnistas y payasos

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Sin duda alguna, todavía quedan en la prensa peruana unos pocos columnistas que dicen cosas centradas y reflexivas. Más discutible es que haya muchos que vayan más allá de lo que cualquier ciudadano sensato podría opinar desde el sentido común. Lo que es indiscutible (como hace notar con frecuencia mi amigo Félix Reátegui) es que ya casi no hay quien cultive la columna de opinión como forma, con alguna bondad de estilo, con respeto por el hecho mismo de trabajar dentro de lo que, finalmente, pese a quien le pese, es un género literario.

El mismo Félix me hace notar cuán difícil es distinguir, en términos formales, entre una columna de Aldo Mariátegui y una columna del más constante de sus críticos, Juan Carlos Tafur, el mismo que ha etiquetado al primero con el bochornoso membrete de mandamás de la "derecha bruta y achorada". El lenguaje de ambos es con frecuencia el mismo: una pobre adición de pseudo agudezas y humor barato; la torpeza de estilo campea en los dos; la actitud es la de quien cree ganar la discusión si puede alzar la voz propia por encima de la ajena.

Pero algo ha llamado mi atención particularmente en la columna de Tafur del día 12 de enero en Diario 16. Es la frase con la que Tafur refiere cómo, años atrás, él mismo le dio cobijo a Mariátegui, hoy director del diario Correo, como columnista de esa publicación, cuando Tafur la dirigía: "De allí, cometimos el error", dice, "de darle cabida en Correo, aunque siempre lo colocamos bajo el rango de esos payasitos que pueden condimentar una parrilla de columnistas".

Supongo que es como consecuencia del ejemplo de Tafur que Mariátegui alinea entre los columnistas de Correo, hoy, a personajes como el racista atrabiliario Andrés Bedoya Ugarteche; y supongo que la misma idea sigue Tafur cuando entrega una columna de Diario 16 a un plagiario demostrado y repetido como Eloy Jáuregui. Pero me pregunto qué otros columnistas de Diario 16, ahora mismo, están allí en calidad de payasitos, como puro condimento irresponsable, y cómo se sentirán los demás columistas de ese periódico al leer esa confesión de parte acerca del modo en que Tafur selecciona a sus colaboradores.

En fin, en otro post diré lo que pienso sobre la torpe etiqueta "derecha bruta y achorada". Por ahora baste decir que, al menos en este aspecto, la lamentable descripción parece manchar también a quien la ha acuñado. Lo que queda claro es que Tafur no siente demasiado respeto por la inteligencia de sus lectores, y que su doctrina del aderezo payasesco es uno de los factores que tornan árido el panorama de la opinión periodística en el Perú.
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Academicistas e intelectualoides, 1

No sé ustedes, pero yo nunca he escuchado que alguien critique a un futbolista porque su juego es demasiado futbolístico. No sé de científicos a los que se critique por ser excesivamente científicos ni creo que se suela calificar negativamente a los artistas por ser muy artísticos. ¿Mi profesor es demasiado pedagógico? ¿Mi estudiante es en exceso estudioso? ¿Ese periodista es demasiado periodístico? Jamás he escuchado cosas así, salvo que fueran dichas con ironía.

Sin embargo, da la impresión de cada vez está más de moda criticar a los intelectuales por ser muy intelectuales y a los académicos por ser muy académicos. Y lo más grave no es eso: lo peor es que hay intelectuales y académicos que sienten que deben defenderse y poner excusas cuando se les critica de esa manera. En el colmo del absurdo, hay intelectuales que hacen suya la bandera de quienes los critican así, y acusan a otros intelectuales y a otros académicos porque, al parecer, los encuentran demasiado intelectuales y excesivamente académicos.

Quienes usan esas palabras en sentido despectivo algunas veces parecen percibir, aunque sea de modo superficial, el absurdo de lo que hacen, y entonces cambian ligeramente los términos: para ellos, todo intelectual que no sea un divulgador campechano y simplificante es un “intelectualoide” y todo académico que no sea inmediatamente inteligible por los neófitos es un “academicista”. Prefieren al sociólogo populista, al psicoanalista televisivo, al antropólogo que opina sobre cualquier cosa en términos que no se alejen demasiado del sentido común.

Lo irónico del asunto es que, al hacer eso, están confiando más en el título del personaje que en su conocimiento real: no le piden al sociólogo que analice, sino que adivine el futuro; al psicoanalista le piden que sea un gurú; al antropólogo, que ponga en términos transparentes lo que ellos ya creen saber de antemano. Es decir, buscan la validación ex-cathedra, no la reflexión, y no les importa si detrás de la opinión obtenida hay un razonamiento que se sostenga y se problematice (eso sería “academicista” e “intelectualoide”). Así, los únicos intelectuales que se libran de esos epítetos son los que se prestan fácilmente al rol de talking heads y spin doctors.

Nadie es más fácilmente apantallado por un grado académico que aquellos que desprecian a los académicos de verdad. Por supuesto, nunca le dirían a su médico que por qué tanto análisis, por qué tanto estudio, por qué tanto diagnóstico con palabras de cinco sílabas, por qué tanto descubrimiento complicado y difícil de entender, por qué mejor no sale de su burbuja, pone los pies sobre la tierra y les receta un té con limón y una aspirina. ¿Por qué no es usted un poco menos médico, doctor?

El asunto no es nada secundario. En una sociedad en la que el sistema universitario es sumamente mediocre, la enseñanza escolar es tierra de nadie, los niveles de lectoría son aterradores y la especialización profesional es un barco a la deriva, es una irresponsabilidad difundir la noción de que hay tal cosa como dedicarse demasiado al estudio, la reflexión y la discusión intelectual.

15.1.12

Qué horror (latinoamericano)

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Los fans del cine de terror suelen ser militantes y por eso cuando uno le pregunta a un aficionado latinoamericano por películas del género hechas en nuestros países, uno normalmente escucha una respuesta entusiasta, inmediata, ruidosa y... muy breve: luego de citar uno que otro clásico (si lo conocen) y una que otra joven revelación (si la recuerdan), por lo común terminan reconociendo que no hay demasiado, si uno espera cosas de buena calidad.

El gran clásico es el brasileño José Mojica Marins (por allí anda el mexicano Rogelio González); el mayor iconoclasta, el chileno Alejandro Jodorowsky; el más reconocido, y acaso el más consistente dentro de los límites de lo comercial, el mexicano Guillermo del Toro. Un crash course en horror fílmico latinoamericano tiene que pasar por Á meita noite levarei sua alma, de Mojica Marins; El esqueleto de la señora Morales, de González; Santa sangre, de Jodorowsy, y, en el caso de del Toro, por Cronos y El espinazo del diablo (asumiendo que El laberinto del fauno no cae enteramente en el género).

El horror en nuestra lengua, con altas y bajas, claramente es patrimonio español: Paul Naschy, Amando de Ossorio, Jess Franco, Álex de la Iglesia, Alejandro Amenábar, Jaume Balagueró, Juan Antonio Bayona, etc. Hay algún colombiano, algún argentino, algún uruguayo, algún cubano, y, por supuesto, el excéntrico gótico andino de ínfimo presupuesto que ha creado un circuito informal y paralelo pero que, seamos francos, no ha generado una producción estéticamente considerable.


En el cine de América Latina, más bien, parecería que el horror, el horror como efecto y como tópico, crece fuera de los límites del género: en el cine de denuncia social, en la semi-ficción postdictatorial (Garage Olimpo), en el realismo carcelario (Leonera), en el relato de la marginalidad (Maruja en el infierno). Alguien tendrá una explicación más sugestiva o más aclaratoria. A mí simplemente me llama la atención lo escasa que es la tradición del cine de horror entre nosotros (que igual somos grandes consumidores del cine de horror extranjero).
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Ilas Stavans, antologador

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Estamos de acuerdo en que nadie es un blanco más fácil que un antologador de poesía y pocas tareas son más difíciles de emprender que una antología genérica que cubre un largo periodo y abarca muchas tradiciones. La antología bilingüe de poesía latinoamericana que ha editado Ilan Stavans para la editorial Farrar, Strauss and Giroux --The FSG Book of Twentieth-Century Latin American Poetry (New York, 2011)--, sin embargo, parece empeñarse en presentar todos los flancos vulnerables posibles.

Mi primera reacción ante este tipo de libro (porque soy un peruano chauvinista) es buscar a mis compatriotas antologados: baste decir que, cronológicamente, después de Antonio Cisneros, el único que aparece es Odi Gonzales. No hay Verástegui, no hay Hinostroza, no hay Watanabe, etc. Y antes de él sólo están Blanca Varela, César Vallejo y... ¡José Santos Chocano! No hay Eguren, no hay Martín Adán, no hay Belli, ni Moro, ni Westphalen, ni Eielson, ni Sologuren ni nadie más.

Y como si eso fuera poco, tras revisar los textos de Vallejo y Cisneros que Stavans recoge en la antología, aún estoy buscando uno (al menos uno) que no contenga erratas inconcebibles. No quiero ni pensar qué cosa ha hecho Stavans con sus transcripciones de lenguas indígenas (el poema de Gonzales, por ejemplo, es un poema quechua) o con las tomadas del portugués.

Es encomiable el trabajo de difusión; pero es catastrófico hacerlo con tanto descuido. En la introducción, Stavans, traductor, además, de varios de los textos recogidos, teoriza sobre el ejercicio de la traducción literaria apoyándose en Wittgenstein et al ("Translation and Power", se titula su texto). Resulta un poco difícil comprarse el rollo viendo la negligencia con que los textos originales han sido tratados.
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Bienvenidos

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Una cuestión de dimensiones: los textos que publicaba en Puente Aéreo solían ser más grandes de lo que quiero escribir por estos días, pero, por otra parte, el twitter me queda demasiado chico (lo siento: soy híper-dramático, rara vez epigramático y no soy un maestro del haikú). Además, a veces me sobrecoge la rara impresión de tener algo más que decir.

Así que opto por este punto medio: un blog de posts más bien pequeños, puntuales, que me permitan seguir comunicando lo que quiera y me den más tiempo para la familia (tenemos un nuevo miembro: una bebe adorable de diez meses llamada Zoe), y también para el trabajo, mis otros proyectos y, en fin, lo que se ofrezca. También me gustaría que los anónimos ofensivos desaparecieran para que este blog no espante a los comentaristas más interesados en dialogar. Bienvenidos.
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