24.9.12

Un femicidio en dos episodios y la moral de la TV

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Cuando pasan cosas como la muerte de Ruth Thalía Sayas y los medios de comunicaciones reaccionan de la manera en que ha reaccionado, en este caso, la televisión peruana, queda clara la fragilidad moral de su negocio.

Como negocio, lo que la televisión vende es influencia. Todos los canales de televisión lucran a partir de la verdad conocida de que la televisión tiene un impacto en las costumbres, las decisiones y las ideas de los televidentes.

Más claramente: los 365 días del año, cada año, el objetivo crucial de las gerencias generales de cada canal de televisión comercial en el mundo es convencer a todos los posibles anunciadores de que ese canal es un extraordinario instrumento de influencia. Cada persona que funda o dirige un canal, tiene ese mismo objetivo explícito. Todo lo demás gira al rededor de él.

Las ventas de avisos, quién captura la atención de los jóvenes, quién a la clase media, quién consigue el rating más alto, qué noticiario de la noche tiene mayor credibilidad, qué programa dominical gana más prestigio: todo está dirigido a una sola cosa: convencer a unos cuantos de que se tiene el poder de convencer a todos los demás.

Y sin embargo...

Apenas alguien critica los contenidos de la televisión, la defensa instantánea de los canales es: el público no está obligado a vernos; cada quien tiene criterio propio; nosotros solo llevamos entretenimiento, no promovemos conductas ni maneras de ver el mundo.

Puestos ante la sospecha de que sus contenidos puedan propiciar conductas inmorales e incluso delictivas, los canales de televisión responden, como ha respondido Frecuencia Latina: ¡Imposible! ¿Qué culpa puede tener en un crimen un simple programa de televisión?

En el caso de Beto Ortiz y Frecuencia Latina, ¿a quién le encarga la gerencia del canal que salga en pantallas a hacer ese descargo? ¿Quién es el defensor que sale a blindar a Ortiz y a decir que los canales de televisión no influyen sobre el mundo real?

Es Nicolás Lúcar, uno de los más visibles instrumentos que utilizaron Fujimori y Montesinos para transformar a la televisión peruana en la más destructiva máquina productora de mentiras que haya existido en la historia del Perú. Él es quien viene a decirnos que la televisión es incapaz de influir en la moral de una sociedad y la conducta de sus miembros.

Y mientras ese monigote hace eso, el otro monigote, el monigote egomaniaco que el día domingo publicó una columna vanagloriándose de haber sido elegido, según sus propias palabras, "el periodista más influyente del país", por la mañana del lunes pone su mejor cara de inimputable y pregunta, con su descaro habitual, qué cómo lo van a acusar a él de tener siquiera la más mínima capacidad de influir en nada ni en nadie.

Beto Ortiz ha usado su programa para, a lo largo de tres meses, repetir una y otra vez que las mujeres son seres capaces de cualquier vileza y demostrar que se las puede humillar en público y comprar y vender a voluntad, adueñarse de su intimidad y rebajarlas a arrastrarse por plata frente a un país entero. Y luego ha venido Bryan Romero y ha mostrado que también se las puede asesinar por esa misma plata o por esa misma intimidad, y arrojar sus cadáveres a un hueco: ¿la televisión no tiene nada que ver con el femicidio? Quisiera saber si Beto Ortiz es capaz de decir esa estupidez conectado a un polígrafo.

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23.9.12

Ningún femicidio es cometido por sólo una persona

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Cuando Ruth Thalía Sayas llevaba varios días desaparecida, Beto Ortiz le dedicó, en su columna de Perú 21, el espacio que le pareció pertinente: un párrafo de tres líneas donde, lejos de lamentar el hecho, ironizó sobre él:

"Ha desaparecido Ruth Thalía Sayas Sánchez, la primera concursante de El Valor de la Verdad. También han desaparecido otras seis personas menos famosas cuyas fotos aparecen en mi recibo de Luz del Sur".

Ahora, Ruth Thalía Sayas es aun más famosa.

Mientras Ortiz fabricaba el siguiente episodio de El Valor de la Verdad, Ruth Thalía estaba muerta y precariamente enterrada por su asesino en Jicamarca. Perú Económico hacía público un sondeo que señalaba a Beto Ortiz como el periodista más influyente del Perú. Beto Ortiz escribía, lleno de ínfulas y olvidándose de la joven desaparecida, una nueva columna para Perú 21, una de homenaje a la única persona que le parece en verdad importante en este mundo: él mismo.

Luego de que el asesinato fuera confirmado y el cadáver fuera exhumado por la policía, Ortiz tuvo todavía unas horas para reemplazar ese texto de Perú 21, pero no lo hizo. Sólo se concedió un minuto para declarar, en menos de ciento cuarenta caracteres, que todo cuanto tenía que decir sobre la "tragedia" lo diría en su programa, un día más tarde. Ese tweet debe de ser el comercial más barato en la historia de los programas televisivos. A Ortiz, por lo menos, no le costó un sol. A Ruth Thalía Sayas le salió más caro.

La mayoría de quienes comentan el tema señalan la resposabilidad de Frecuencia Latina, del programa El Valor de la Verdad y del conductor del programa. Yo he pasado un rato leyendo las cínicas defensas de los otros, en Facebook, en Twitter, en diversos blogs. El argumento que parece estar imponiéndose entre ellos es particularmente hipócrita: la idea es que este es un caso de femicidio y que el programa es simplemente uno de sus escenarios secundarios, tan inocente como el parque donde un asaltante sorprende a su asaltado.

Obviamente, si este asesinato fue cometido por un ex novio despechado que se creyó con derecho a vengar una vergüenza tomando la vida de una mujer, este es un caso de femicidio, y forma parte de la larguísima y atroz reiteración de este tipo de crímenes en el Perú. Y seguramente eso es la explicación más simple.

Pero, ¿eso cómo exculpa de responsabilidad a los periodistas carroñeros que, bajo la conducción de Beto Ortiz, construyeron el más bochornoso, humillante y público episodio en la vida de Ruth Thalía Sayas, aprovechándose de sus carencias afectivas y sus carencias materiales?


Revisen la lógica de los programas de Ortiz. Susy Díaz confesando miserias, Lucy Cabrera bromeando sobre la paternidad de sus hijos, Susan León admitiendo romances con narcotraficantes, Lucía de la Cruz hablando de alcohol, drogas, estafas y tráfico de visas, Anhelí Arias enumerando las drogas que consumió durante su embarazo, Ruth Thalía Sayas aceptando haberse prostituido.

El Valor de la Verdad ha tenido once invitados hasta la fecha. Siete mujeres y cuatro hombres. Si alguien espera encontrar entre las mujeres un equivalente de, por ejemplo, el suboficial PNP Luis Millones, el heroico invitado del quinto episodio, esperará en vano: la mujer en el programa de Beto Ortiz no tiene ese perfil. En el programa de Beto Ortiz, la mujer es una delincuente, o una prostituta, o una drogadicta, o una mala madre, o una hipócrita, o una tonta, o una mentirosa, o una manipuladora. Se va del programa con dinero en la cartera pero, como vemos, también se puede marchar con una condena.

La razón por la cual existe el femicidio pero no está tipificado el homicidio de hombres, la razón por la cual nuestra sociedad comprende que hay femicidio pero no persigue como casos especiales el homicidio de zurdos o personas que pasen del metro noventa, es que no hay nada en la estructura de la sociedad que propicie el asesinato de hombres zurdos o de personas que pasen del metro noventa, pero sí hay algo en la estructura de nuestra sociedad que propicia el asesinato de mujeres.

Decir que esto ha sido un femicidio y que, por tanto, el programa de Beto Ortiz no tiene responsabilidad alguna es desnaturalizar la noción de femicidio, hacerla inservible, vacía, carente de sentido. El programa de Beto Ortiz es una de esas cosas que propician en nuestra sociedad el abuso contra las mujeres, porque uno de sus rasgos más pronunciados es el de retratar reiteradamente a la mujer como perversa, sucia, criminal y promiscua, como un objeto lumpenizado, auto-falsificado, indigno de respeto.

Si alguien cree que exagero, si alguien quiere ensayar la última variante de aquel argumento, mal aprendido en la universidad, según el cual culpar a la televisión de cualquier violencia social es un despropósito, pregúntenle a Ruth Thalía Sayas, o pregúntenle a su asesino. La televisión es un medio real que transmite mensajes reales que se transforman en consecuencias reales que toman la forma de hechos reales como la muerte real de una mujer de verdad.

El que no quiera comprender eso, a la luz de un caso como este, está empeñándose en poner su diversión (su derecho a ver tele) por encima del derecho de las mujeres a vivir en un mundo que no sea especialmente violento en contra de ellas.

Nunca un cadáver le ha arruinado la vida a un buitre, de modo que es posible que para Beto Ortiz todo esto no signifique, a la larga, nada más que un salto en el rating y mucho más dinero. Pero no puede ser que la muerte de Ruth Thalía Sayas sea igualmente insignificante para los demás peruanos. Es triste saber que en unas horas Beto Ortiz obtendrá la mayor sintonía de su carrera. No es triste por él, por supuesto: conmiseración es lo último que inspira (inspira lástima, que es otra cosa). Es triste por los que vuelen en el aire a recibirlo. Porque los buitres andan en bandadas, y los peruanos no deberían aceptar ser parte de esta.

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22.9.12

El comunista admirado por Aldo Mariátegui

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Cuando vi que una columna de Aldo Mariátegui comenzaba con el anuncio de que por única vez en su vida iba a escribir en favor de un comunista, pensé que le había entrado la nostalgia familiar y se refería a su abuelo, el notable José Carlos. Obviamente me equivoqué.

El comunista al que Aldo Mariátegui admira es Santiago Carrillo, fallecido hace pocos días ("Hasta luego, Carrillo", se titula, cariñosamente, la columna del director de Correo). Santiago Carrillo, según recuerda el propio Mariátegui, fue uno de los responsables de "la espantosa carnicería de unos tres mil madrileños derechistas en Paracuellos en 1936, en el primer año de la Guerra Civil".

Por supuesto, no es por esa masacre que Mariátegui lo admira, sino porque, décadas más tarde, la "vocación de diálogo" de Carrillo fue uno de los factores que permitieron la transición a la democracia en España.

Pero, ¿no les parece curioso que Mariátegui se dé el trabajo de escribir un artículo de homenaje al responsable de la masacre de miles? ¿Es que Mariátegui piensa que la "vocación de diálogo" de un criminal de esas dimensiones es suficiente para limpiar su responsabilidad en un asesinato masivo?

El artículo ofrece otra clave llamativa. Mariátegui advierte que Carrillo "no fue un ángel". En primer lugar, obviamente, por su responsabilidad en la masacre (responsabilidad que Carrillo siempre negó pero que historiadores fidedignos como Paul Preston no dudan en señalar).

La otra razón para negarle las alas angélicas a Carrillo, dice Mariátegui, es que "es muy probable" que Carrillo "haya aprobado el Olvido Histórico", es decir, la suma de las políticas de Estado tomadas en España para no invesigar ni condenar ni castigar los crímenes cometidos por ambos bandos en la Guerra Civil. Pero lo curioso no es esa mención: lo curioso es que Mariátegui, de inmediato, apunta que el juez Baltazar Garzón fue un "insensato" por haber luchado en contra de esa política de blanqueo y olvido de los crímenes.

Es decir, desde la perspectiva de Mariátegui, Carrillo fue probablemente un inmoral por haber mirado con aprobación una política que lo libraba de juicios y probablemente de la cárcel, pero peor que la inmoralidad es la insensatez, y el "insensato" es el juez que luchó para que esa misma política dejara de funcionar. ¿Y cuál de los dos merece un homenaje de Mariátegui? El artículo es la prueba explícita: no es el "caviar" Garzón que se empeñó por hacer justicia; es el comunista Carrillo que aplaudió la amnesia.

Aunque puede parecer excepcional e incluso contradictorio que Mariátegui, por una vez, rinda un homenaje a un comunista, y aunque parezca sorprendente que Mariátegui despida con calor y hasta con afecto a uno de los responsables de la muerte de esos 3 mil españoles, la verdad es que no hay contradicción ni excepcionalidad ni nada de qué sorprenderse: por lo común, lo que Mariátegui aplaude o denuncia no es la moral de los actores políticos, sino su eficacia pragmática, y si el caso de Carrillo merece una editorial de Correo, es porque, aunque no lo diga, Mariátegui encuentra en él una lección para el Perú: la lección de la amnesia, el olvido y la desmemoria de la nación ante los crímenes cometidos a lo largo de su historia.

Por supuesto, Mariátegui no pedirá nunca, afortunadamente, el olvido de los crímenes de Sendero Luminoso. Y por supuesto que el caso español es muy distinto, difícil de comparar con el peruano: efectivamente era una guerra civil. Pero donde en el Perú hubo terrorismo y guerra sucia, subversión y terror de estado, en España hubo descomunales crímenes de guerra, y el de Paracuellos fue uno de los mayores. Debería llamarnos la atención que la muerte de un criminal de guerra comunista sea atendida con afecto y despedida entre elogios desde la página editorial de un diario peruano de derecha.

¿O no? Aquí va la pregunta de siempre. ¿En qué se parece Sendero Luminoso a la ultraderecha peruana? Por lo común queremos pensar que en poco o en nada, y sin duda la derecha peruana quiere pensar que en poco o en nada. Pero sabemos que no es así: cada vez que desde un lado se pide el olvido de los crímenes del Estado y desde el otro se pide el olvido de los crímenes de Sendero Luminoso, el parecido se vuelve, más que claro, estridente. No importa cuántas veces un lado denuncie al otro: su visión de la historia sigue siendo la visión de un relato alterable, del cual podemos suprimir capítulos enteros para beneficiarnos de ese olvido voluntario.

Allí es cuando Sendero Luminoso, por un lado, y el fujimorismo y toda la ultraderecha peruana, por el otro, se revelan como gemelos invertidos, complementarios. Antes pensábamos que ni desde la izquierda senderista ni desde la ultraderecha se daría jamás el paso de pedir el olvido para los crímenes del otro, pero lo cierto es que Movadef ya pidió que se amnistíe a los militares envueltos en crímenes de lesa humanidad y hace sólo un año un ministro, Rudecindo Vega, dijo que no sólo se debería amnistiar a Fujimori, sino que debería darse "una amnistía en todos los sectores".

Pero más importante que sentarnos a esperar el momento en que los dos extremos acaben por tocarse del todo es observar la dinámica que construyen entre ambos, porque esa dinámica puede fácilmente desembocar en el olvido general. Movadef hace lo suyo desde un lado; Mariátegui y el resto de la ultraderecha hacen lo suyo desde el otro. Frente a eso, la única postura democrática es la que tome el lado de la justicia: todos los criminales son criminales, no importa de qué color sea su bandera.

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21.9.12

La última rueda del coche

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Supongo que en una sociedad como la nuestra, en la que todo valor se mide en dinero y el éxito solo es éxito si puede transformarse en franquicia, no está de más, aunque sea por un momento, aunque sea solo estratégicamente, traducir las cosas a ese lenguaje para hablar de la educación. Este artículo de Teresa Tovar Samanez es un buen punto de partida.

En el Perú, el sueldo de un maestro es poco más de un tercio que en Chile, poco menos de un tercio que en Brasil, la cuarta parte que en México, la quinta parte que en Colombia, la sexta parte que en Argentina. El hecho de que nadie parezca dispuesto a alterar esa realidad, incluso ahora que el Estado tiene 14 mil millones de soles de superávit, como recuerda Tovar, indica que consideramos justo pagar a nuestros maestros mucho menos que en esos otros países de la región. Cuando un maestro cruza la frontera peruana, su estatus se devalúa en esas proporciones.

Tomando los datos del mismo Ministerio de Trabajo, si un maestro peruano quiere triplicar sus ingresos, le basta con dejar la escuela y buscar trabajo como cargador en el aeropuerto o como obrero de construcción civil. Si quiere cuadruplicarlos, puede dedicarse a electricista, gasfitero o albañil. Si quiere multiplicarlos por seis, le bastará con encontrar trabajo como afiliador para una empresa de seguros.

Esto que digo no es una simple fantasía irónica: es perfectamente posible que en el Perú mucha gente opte, en efecto, por abandonar una carrera en la educación para dedicarse a cualquiera de esos otros trabajos. El punto es simple: ¿cuál es la visión de país que tenemos cuando estamos dispuestos a aceptar que la persona que nos pinta la pared, la que nos instala una lámpara y la que tarrajea el muro del jardín obtengan una recompensa mayor que la persona que educa a nuestros hijos?

No es una pregunta retórica ni una pregunta demagógica. El país parece imbuido de una admiración sin límites por los empresarios exitosos, pero sólo entiende el éxito como una cosa que se consigue de inmediato y que pone los libros en azul instantáneamente (esos son los únicos libros que interesan): la inversión en educación ninguno de nuestros gobiernos la ha entendido ni como cosa urgente ni como plan a mediano o largo plazo, probablemente porque sus frutos no se traducen en largas colas ante un kiosko en el Campo de Marte.

Lo que el Estado peruano invierte en los sueldos de los maestros es el mínimo indispensable para asegurarse de que algunas personas con alma de sacrificadas y algunas personas sin la formación suficiente para desempeñarse en nada más acepten pararse junto a una pizarra y hacer la finta de que están echando a rodar los engranajes del sistema educativo. Es un saludo a la bandera.

En la práctica, el mensaje del Estado a quienes quieran ser maestros es clarísimo: no vale la pena que estudies educación, no vale la pena ser maestro, no es un trabajo crucial, no es un trabajo que nos preocupe o que merezca nuestro respeto. Es un trabajo que toma años de formación pero las horas y el dinero que inviertas en esa formación no los recuperarás porque no nos interesa que los recuperes, y mucho menos que puedas hacer una vida digna en esa profesión. Mejor, dedícate a cualquier otra cosa.

Y el mensaje para los escolares es aun más transparente: esa persona que intenta enseñarte cosas, que intenta darte información y fomentar tus hábitos intelectuales, esa persona que durante toda tu infancia y tu adolescencia vas a identificar con el conocimiento y el aprendizaje, es la última rueda del coche, porque el conocimiento y el aprendizaje son la última rueda del coche. Marca Perú, le dicen.

Durante la década de los setenta, las escuelas rurales ayacuchanas se convirtieron en uno de los nudos articulatorios de Sendero Luminoso. Entre los primeros "cuadros" del PC-SL estuvieron esos maestros y sus estudiantes. También los primeros que ofrecieron resistencia a la expansión de las ideas criminales del senderismo estuvieron, lógicamente, allí, entre profesores y estudiantes.

Habría sido tan distinto si ese sistema escolar hubiera sido realmente funcional, si el Estado lo hubiera protegido y optimizado, si hubiera formado correctamente a esos maestros, si hubiera hecho de los maestros una parte crucial de su propio aparato en vez de dejarlos a la deriva, expuestos al fanatismo y su influencia, marginados de cualquier cosa que pareciera un proyecto de país. Pero no permitamos que la experiencia nos enseñe (no permitamos que nada ni nadie nos enseñe cosa alguna). Al fin y al cabo, ¿qué cosa podría salir mal? ¿No es cierto?

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17.9.12

El poder y los cocineros

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La encuesta anual del poder de Perú Económico salió ayer y un segundo después comenzaron las discusiones (aquí el cuadro de los diez personajes más poderosos). Desde mi punto de vista, los resultados de la encuesta dejaron de ser interesantes en el momento en que comprobé tres datos.

El más obvio es que no existe el rubro de los intelectuales más influyentes pero sí el de los chefs más poderosos.

El segundo es que no existe ninguna categoría referida a instituciones creadoras de conocimiento pero sí cuatro distintas categorías alusivas al periodismo.

Eso último no parece ser otra cosa que un exceso de optimismo auto-congratulatorio: ¡cuatro diversos ránkings de periodistas, cuando en el top ten de los poderosos no aparece uno solo!

Todo esto, en mi modesta opinión, quiere decir que, probablemente, si Perú Económico hiciera una metáfora anatómica de sus resultados, el Perú tendría una gran boca, dos grandes orejas y un estómago inmenso pero no tendría un cerebro.

¿Es posible que imaginemos el poder en el Perú de tal forma que sea relevante el dueño de una cadena de restaurantes pero no sea relevante ninguna universidad? Ojo: no es que la gente tenga esa idea en la cabeza --no necesariamente, al menos, aunque no pongo las manos en el fuego--: es que Perú Económico ha diseñado su encuesta de modo que ese tipo de absurdo es posible.

Pensar que monseñor Cipriani lleva años tratando de tomar la Universidad Católica, sin darse cuenta de que la manera más expeditiva de hacerse de un gigantesco instrumento de poder en el país es tomar por asalto los restaurantes de la avenida La Mar.

¿Tendríamos que asumir, mirando esta encuesta, que la mayoría de los peruanos ha renunciado a la idea, tradicionalmente creída, por cierto, de que la educación es un instrumento de poder y el gran mecanismo para la movilidad social? Sinceramente, no lo creo; pienso, más bien, que esa es una deformación ocasionada por la encuesta misma.

El tercer dato, claro, y el decisivio, es que esa encuesta no contiene ninguna pregunta que ponga en perspectiva las demás, una pregunta como: "¿en qué sector cree usted que se concentra más poder?", seguida de las opciones: poder ejecutivo, congreso, poder judicial, fuerzas armadas, medios de comunicación, iglesia, universidades, banca, comercio, producción, inversionistas extranjeros, etc.

Si hubiera esa pregunta, podría traslucirse la futilidad del énfasis exagerado en el rubro periodístico, y ciertamente se haría más obvio el absurdo de tener una lista de cocineros en una encuesta sobre poder en la que ninguna minera extranjera es mencionada por su nombre.

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16.9.12

Los payasos de las pistas laterales

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Desde las dos pistas laterales de ese circo de muchos anillos que es la política peruana, recibo esta semana dos descalificaciones divertidas. Por un lado, el huevonazi por antonomasia, Aldo Mariátegui, me llama "bloguero rojito"; por otro lado, quien alguna vez fuera Silvio Rendón me llama "derechista macartista".

Lo divertido no es la contradicción entre uno y otro (con gente como Rendón y Mariátegui no hacen falta dos elementos para que haya contradicción). Lo divertido es que sin duda Mariátegui también considera a Rendón un "bloguero rojito" y quien alguna vez fuera Silvio Rendón, si aun es capaz de considerar cosa alguna, ha de considerar que Mariátegui es un "derechista macartista". Más curioso aun: en ese caso ambos están en lo cierto. Lo que confirma el viejo axioma: hasta un reloj malogrado dice la verdad dos veces al día.

¿Por qué Rendón puede decir con absoluta certeza que soy un "derechista macartista" y Mariátegui puede decir con similar seguridad que soy un "bloguero rojito"? La respuesta es simétrica. Mariátegui está desde hace años en campaña para describir como "rojo" a cualquiera que no sea un macartista (el macartismo consiste en describir como "rojo" a todo oponente); Rendón, aunque con mucho menos éxito y sin duda mucho menos público, está en campaña desde hace mucho para llamar ultraderechista a cualquiera que no sea un rojo termocéfalo sin fisuras, sin dudas y sin matices.

Una ironía: Rendón suele citar, cuando le conviene, las columnas de Mariátegui (tanto las que firma Mariátegui como las que escribe anónimamente, como si la brutalidad no dejase huellas digitales por todas partes); Mariátegui, por su lado, hace eco a los posts de Rendón, igualmente, cuando le resulta conveniente.

Por ejemplo, ambos, el macartista y el rojito, se vuelven imágenes especulares uno del otro cuando el tema es la Comisión de la Verdad. Los dos detestan a la CVR, cada uno por un motivo contrario: Mariátegui porque el Informe final de la CVR denunció los crímenes del Estado y pidió que se procesara a los delincuentes oficialistas de la guerra sucia. Rendón porque el Informe final de la CVR señaló a Sendero Luminoso como el responsable crucial del conflicto, el mayor asesino, el detonante de la guerra.

Ambos detestan el cálculo del número de víctimas que la CVR efectuó, porque ambos, Rendón y Mariátegui, querrían ver cifras más pequeñas, acusaciones parciales, inclinaciones hacia un lado u otro, no una evaluación serena que abarcara todo el asunto.

Para Mariátegui, cualquiera que recuerde que el gobierno de Fernando Belaunde fue responsable del mayor número de crímenes contra la humanidad cometidos por el Estado es un "rojito"; cualquiera que subraye que los gobiernos de Alan García y Alberto Fujimori fueron genocidas es un "rojito"; cualquiera que observe que los militares responsables de esos crímenes deberían ser juzgados y que el Estado le debe una reparación a sus víctimas es un "rojito".

Para Rendón, cualquiera que denuncie el rebrote del senderismo es un "macartista"; cualquiera que acuse a las nuevas organizaciones de fachada de Sendero Luminoso es un "macartista"; cualquiera que esté pendiente de los lobos con piel de cordero que tratan de infiltrarse en la política peruana sin haber renunciado a sus ideas criminales es un "macartista".

Yo tengo la feliz desgracia de caer en ambos grupos. No estoy solo, ni mucho menos. Hay miles de peruanos infinitamente más influyentes que yo que están activamente opuestos a la desmemoria que proponen tanto Mariátegui, desde la derecha, como Rendón, desde la izquierda (aunque está claro el desbalance: Mariátegui es probablemente el más visible de los verdaderos macartistas peruanos; Rendón es un personaje más oscuro, secundario, cuyo perfil cae más en el mundo fantástico de los tejedores de teorías conspirativas que en el mundo de la política pública).

Un artículo de Steve Levitsky, publicado hoy, se acerca a darnos una clave más. Levitsky se refiere al término "caviar", cuyo máximo impulsor en el Perú es el mismo Mariátegui. En un inicio, dice Levitsky, "caviar" servía para designar a todo aquel peruano que, sin ser una víctima de la inequidad social y económica de nuestra sociedad, abogara por su solución, por la funcionalidad de los mecanismos de inclusión, por la movilidad social, etc., y originalmente todo eso estaba asociado a la izquierda.

Pero, dice Levitsky, el espectro de lo "caviar" se ha ampliado para incluir ahora a cualquiera que crea fundamentalmente en la funcionalidad de la democracia, el estado de derecho, la universalidad de los derechos humanos y el sistema de valores democráticos que subyace a todo ello. Con razones, Ana Trelles pregunta en Twitter: ¿acaso solo los "caviares" creen en todas esas cosas?

La respuesta obvia es que no: hay gente en la izquierda tradicional y también gente de centro y de derecha que cree en todo ello. Lourdes Flores, por ejemplo, acaba de señalar que la lucha por destruir el prestigio y desacreditar los resultados de las investigaciones de la CVR no es una lucha moral sino una escaramuza política, no basada en principios sino en puro oportunismo.

Pero Levitsky no está fuera de foco: la tendencia del término "caviar", no como bandera autoasumida sino como etiqueta negativa, a futuro, es el proyecto de desacreditar a todo el sistema democrático y a todos los defensores del sistema democrático, englobándolos en una misma categoría, pintándolos de rojo: la meta es que en algún momento defender la democracia sea, en sí mismo, una actitud sospechosa. Es el sueño dorado del macartismo.

Y su contraparte izquierdista es la de quienes siguen discursos como el de Rendón: llamar ultraderechista a cualquiera que, en su defensa de los valores de la democracia, incluya una posición firme de rechazo al senderismo, al radicalismo violentista, a la estrategia de suplantaciones que Sendero Luminoso intenta llevar adelante a través de caballitos de Troya como el Movadef.

El Perú merece una izquierda democrática y una derecha democrática. Yo que tantas veces he criticado la facilidad con que la izquierda cae en el juego de sus payasos más estrafalarios, alineándose tras personajes absurdos como Chávez, Morales, Correa o Castro, aplaudo el hecho de que en los últimos años el sentido común democrático en el Perú se esté manteniendo vivo sobre todo desde la izquierda, aunque no sea la izquierda partidaria, sino la izquierda de los organismos de derechos humanos, las asociaciones civiles, los movimientos feministas, etc.

Pero hace falta también que la gente de derecha y de centro, los conservadores y sobre todo quienes se sienten liberales, reclamen su derecho a tener esas posiciones ideológicas sin la obligación de aplaudir a los equivalentes payasos estrafalarios de la derecha: Fujimori, PPK y sus Mariáteguis de turno, los que secuestran el nombre del liberalismo para legitimar todo atentado antidemocrático, toda prepotencia de los poderosos, los que creen que cualquier reclamo que venga de provincias es retardatario, los que minimizan el racismo o lo promueven, los que, como el cardenal Cipriani, son incapaces de conmoverse ante la muerte de los débiles y el sufrimiento de los marginados y mientras tanto planean a escondidas, o escondiéndose a la luz del día, la toma fraudulenta de instituciones democráticas como la Universidad Católica.

Es inconcebible que la reinvindicación de los derechos humanos, por ejemplo, sea una línea fronteriza para separar izquierda de derecha. ¿En qué maldito momento la gente de derecha empezó a creer que los derechos humanos son una causa extrema, radical, subversiva, peligrosa, y que ellos no pueden enarbolarla sin renunciar a sus ideales políticos? Sin duda alguna los líderes más ilustres de la derecha peruana, como Luis Bedoya Reyes o Mario Vargas Llosa, no han creído nunca eso, y allí siguen, sin rebajarse al nivel de los derechistas cavernarios que ahora parecen representar todo ese lado del espectro político.

Hace unas semanas el artista plástico Máximo Laura dijo en una entrevista que la violencia de Sendero Luminoso estaba históricamente justificada porque era un movimiento transformador y las transformaciones implican muertes. Hace un par de días, Cipriani dijo que la muerte de una niña en la selva hace poco era lamentable pero que, en fin, así son las guerras, que no se puede pelear una guerra "con guante blanco". Pues bien, si la gente de derecha quiere diferenciarse del senderismo, debería empezar por diferenciarse de la lógica, el lenguaje y la moral del senderismo. La izquierda ya denunció a Cipriani y compañía innumerables veces. Es tiempo de que los demás lo hagan también.

No hay que olvidar una cosa: cuando Sendero Luminoso dividió discursivamente al Perú en dos esferas inconmensurables e irreconciliables y el Estado decidió responder dentro de la misma lógica, ocurrió lo inevitable: en un mundo artificialmente dividido en dos pero que en verdad tenía muchos más matices y compartimientos, todos los que habitaban en esos otros espacios se convirtieron en víctimas: "cualquiera que no es idéntico a mí es mi enemigo". Si les hiciéramos caso a los chiflados y aceptáramos dividir el país en "rojitos" y "macartistas", estaríamos otra vez violentando la realidad. La única manera de evitarlo es reafirmar que se puede ser de izquierda o de derecha o de centro, liberal o progresista, socialdemócrata o pragmático, sin hacerles caso a los payasos de las pistas laterales.

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14.9.12

Neologismo

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Uno que usa una palabrita un día y al día siguiente se la encuentra convertida en moneda corriente. Fare-thee-well, huevonazi. Godspeed.

10.9.12

La buena discriminación

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Aldo Mariátegui escribe una más de sus tonterías habituales en Correo y uno de sus muchísimos lectores lo recoge, lo cita, lo comenta graciosamente en una entrada pública de Facebook. El texto de Mariátegui es su undécimo intento de producir una definición de la palabra "caviar". En el subibaja de chistes sin humor, Mariátegui se refiere a los derechos humanos como una de las "webonadas" que los caviares defienden porque "está de moda".

El lector al que aludo parece encontrar muy inteligente y muy divertida la observación: luego de citarla y resaltarla, como para no quedarse atrás, le añade una comentario surgido de su propio vasto ingenio: "jajajajaa".

Contra cualquier expectativa, resulta que el lector no es un ignorante, no es nuevo ante la noción de derechos humanos. Es más, es un profesor universitario. Se llama Óscar Súmar. Es un graduado summa cum laude de la Facultad de Derecho de la Universidad Católica, es estudiante de postgrado en Berkeley, es profesor a tiempo completo en la Universidad del Pacífico.

Días más tarde, sucede el hoy célebre accidente automovilístico que un grupo de colegiales protagonizó en Lima hace poco. Ya saben a cuál me refiero: un puñado de irresposables, aparentemente bajo el efecto del alcohol, vuelca un carro en plena vía pública, poniendo en riesgo la vida de los transeúntes, y, cuando una cámara de televisión se acerca para reportar el hecho, uno de ellos, con el racismo soez en la punta de la lengua, con años de buena familia en el espíritu, con una formación adquirida en uno de los mejores colegios de Lima, le grita al camarógrafo: "cholo de mierda". O más precisamente: "me llega al pincho tu jato, cholo de mierda; me llega al pincho tu vida, cholo de mierda".

El profesor Súmar no espera a que Mariátegui diga una barbaridad para copiarlo: escribe directamente la suya, otra vez en una entrada pública en su muro de Facebook. Se refiere a los muchachos racistas como "niños" que han sido victimizados por la intrusión del periodismo. Dice que si alguna falta hay en la escena no es la que han cometido los muchachos, sino la que comete el periodista al filmar su reacción después del accidente. Y una cosa más: en ese contexto, dice, gritarle "cholo de mierda" al periodista no le parece grave.

(Días después, Súmar retira el post de su muro, o le quita el carácter de "público", y es por ese motivo que no coloco aquí un enlace al texto original).

Una rápida búsqueda en Internet nos permite conocer un poco más la manera de pensar de Súmar. El 13 de enero de este año publicó en el blog El Cristal Roto, bajo los auspicios de la Universidad del Pacífico y debajo del logotipo de la Facultad de Derecho de esa casa de estudios, un artículo titulado "¿Existe la 'buena discriminación'?: el caso de la chica con síndrome de Down a la que le negaron la afiliación a un seguro".

Como es de esperarse, Súmar dice que sí, que sí existe la "buena discriminación", y que cuando una empresa de seguros le niega aseguración a una niña con síndrome de Down, está dándonos, precisamente, un ejemplo de ella. Su argumentación comienza así:
"En el caso materia del comentario, Rimac [la compañía aseguradora] tenía una razón para no otorgar cobertura: las personas con SD tienen mayores probabilidades de sufrir enfermedades, por lo tanto un riesgo mayor. Dado esto, ¿tenía el deber de otorgar la cobertura? Los defensores de la postura del Indecopi argumentarán que no era necesario negarle la cobertura, sino que se podía otorgar una cobertura especial (más limitada) o subir la prima".
Hay que darse cuenta de una cosa: lo que Súmar llama "la postura de Indecopi" implica que una víctima del síndrome de Down sólo tiene derecho a conseguir aseguración de dos maneras: obteniendo una cobertura limitada u obteniendo una cobertura más cara. En otras palabras, si alguien tiene síndrome de Down en el Perú, sólo puede aspirar a coberturas parciales, no las coberturas a que pueden aspirar los demás, o puede aspirar a una cobertura normal si y sólo si tiene el dinero suficiente para solventarla a precios mayores de los normales.

Sumando dos más dos: si una persona tiene síndrome de Down y no tiene mucho dinero, su derecho al seguro deja de existir. El mismo Súmar ha observado por qué: porque alguien con síndrome de Down "tiene mayores posibilidades de sufrir enfermedades" y representa por tanto "un riesgo mayor" para la empresa aseguradora.

Las variables están claras: el riesgo de morir para una criatura con síndrome de Down no debe preocuparnos tanto como el riesgo de que una empresa pierda unos dólares. ¿Total? Lo primero sólo puede afectar nuestra fibra moral; lo segundo, en cambio, afecta los bolsillos de una corporación.

Lo peor, claro, es que Súmar ni siquiera defiende la postura de Indecopi: Súmar piensa que ninguna empresa aseguradora tiene por qué cubrir a un paciente con síndrome de Down, porque de lo contrario, si existiera una obligatoriedad, se estaría violentando el derecho de la empresa al libre negocio. Una vez más, variables evidentes: los derechos humanos no son tan relevantes como los derechos de las corporaciones.

Dice Súmar, de inmediato:
"Esas soluciones suenan perfectamente razonables, si es que nuestro objetivo es que todas las personas --siempre-- tengan acceso a lo que quieren".
Con eso, y con los ejemplos que enumera a continuación y que ustedes pueden ver en el artículo original, este profesor de Derecho construye una peculiar categoría: "lo que quieren las personas". Como si querer, digamos, una MacAir, o un par de zapatillas rojas, o que gane Alianza, fueran lo mismo que querer estar sano o al menos con vida. Súmar, en resumen, parece preguntarnos: ¿acaso queremos un país donde todo el que quiera vivir tenga derecho a vivir?

El argumento proviene de la misma persona que considera que la prensa no tiene derecho a difundir un ataque racista cometido en plena vía pública porque más importante que denunciar el racismo y más importante que la libertad de información, es la libertad de un racista a ser racista sin que se le critique por ello. De alguna manera retorcida y difícil de comprender, Súmar supone que manejar alcoholizado y arriesgar la vida de terceros en plena calle y luego repetir a gritos la frase más vieja del racismo peruano --"¡cholo de mierda!"-- son, todos ellos, actos que deberían respetarse como parte de la privacidad de quienes los perpetran.

Entonces uno comprende por qué la estúpida parrafada de Mariátegui emociona a Súmar hasta hacerlo reproducirla laudatoriamente. Este es el párrafo de Mariátegui completo:

"Por extensión, ahora se le aplica también el término caviar -o caviarines- a toda esta nueva hornada de jóvenes y weberitos que subyugados por lo "políticamente correcto" porque se sienten especiales, inteligentes, interesantes y nada generosos si son zurdillos; porque sus románticos idealismos los vuelven "socialconfusos"; porque no han gozado de las "mieles" de las políticas de izquierda (Velasco, Sendero, la hiperinflación) y han tenido todo fácil; porque los derechos humanos están de moda; porque hay que dar la contra; porque les gustan las marchas; porque la moda zurda (anteojitos raros, bufandas, etc...) es más chic; porque hay que ser ecologistas, gatófilos y hasta medios panteístas con los cerros y lagunas; porque la izquierda es supuestamente más permisiva con las conductas sexuales y las drogas. Webonadas".

Mariátegui y --al citarlo y aprobarlo-- también Súmar, consideran que entre los jóvenes de clase media y alta en el Perú hay una especie de subconjunto digno de toda burla: aquellos que, sin pasar mortificaciones económicas ni ser marginados por la sociedad, emprenden la defensa del ideal de una comunidad equitativa, con pleno respeto a los derechos humanos: esos son "caviares", sus ideas son "webonadas". Para Súmar, como queda claro en su intervención, hay otros jóvenes limeños que sí merecen ser defendidos: los que se emborrachan y estrellan una cuatro por cuatro en plena calle y le gritan "cholo de mierda" al reportero que se aproxima a cubrir el incidente. Gracias, profesor Súmar: difícil hacer que las opciones para nuestras clases medias y altas sean más claras.

En estos días, Súmar estará organizando en Lima (esto no es invento mío), en la Universidad del Pacífico, un seminario sobre discriminación. Imagino que se trata de uno con instrucciones para ejercerla "bien".

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7.9.12

Entre dos fantasías


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Hay dos cosas en el Perú que son más antipáticas que cualquier otra. Una es César Hildebrandt, pero eso resulta obvio y sobran las explicaciones. La otra son esos amigos nuestros a los que no les gusta o no les interesa el fútbol pero que disfrutan de malograrnos el ánimo a los demás y nos repiten cuán mal le suele ir a la selección, cuán opaco es el campeonato nacional, qué pobres son nuestros clubes, cuán triste es ser un hincha de fútbol en el Perú. Y lo repiten y lo repiten, como si uno no se diera cuenta por sí mismo.

Uno sí se da cuenta. Hace treinta años que no vamos a un mundial: nos damos cuenta. En una generación pasamos de celebrar el ser campeones sudamericanos a celebrar cuando arañamos un tercer puesto, e incluso eso es excepcional. En ese mismo lapso, descendimos de la expectativa de ganar de visitantes a la expectativa de salvar puntos de local. Nos damos cuenta.

Antes sumábamos y restábamos para ver si uno de los nuestros sería el goleador de la eliminatoria; ahora, el goleador de la eliminatoria es siempre un extranjero que hizo más goles que todos los nuestros juntos. Nos damos cuenta: desde que César Cueto se retiró, es imposible pensar que un futbolista peruano sea el símbolo de nuestra alegría, salvo si se trata de una alegría pasajera, momentánea, de una sola noche, que se borra cuatro días después.

Claro que nos damos cuenta. Y después se acerca otro partido y soñamos que podemos ganarlo y, por lo tanto, nos convertimos, según parece, en seres risibles, tontos, ilusos, despistados. Yo, sinceramente, no entiendo por qué la actitud del hincha ilusionado resulta tan criticable o ridiculizable.

Hay muy pocos campos de nuestra vida colectiva en la que sigamos abrigando la sensación de que, no importa cuántas veces hayamos perdido, la próxima vez podemos ganar. El fútbol es uno. Me cuesta trabajo pensar en otro ejemplo, pero asumo que ha de existir.

Hay otros campos en que somos derrotados circular y repetidamente, sin cesar. Como la política, por ejemplo. Y en ese terreno hemos asumido la actitud cínica de los “realistas”: toda elección será siempre una derrota, infinitamente, toda ilusión es estúpida, toda alegría es falsa, toda expectativa es digna de burla. ¿Eso nos hace mejores?

No, eso solo nos vuelve conformistas y desganados, sin horizonte, dispuestos a regalar nuestro futuro a cualquiera, porque, al fin y al cabo, nada nunca será diferente, ninguna estrategia será victoriosa, ninguna encrucijada tendrá un final feliz. Salvo, claro está, el pragmatismo absoluto, en el que todo logro se pueda medir en dinero. Y así va nuestra política, como la ven, a la deriva, sin esperanzas y sin ilusiones. Y el país, convertido en una marca, cada vez es menos un país.

¿Cómo sería si pensáramos que, no importa cuántas veces hayamos fallado en el pasado remoto, en el pasado cercano y en el presente, la próxima vez tendremos la oportunidad de hacerlo bien? ¿Es tan irrevocablemente malo mantener un poco la ilusión?

No, pues. La fantasía de que un día de estos todo puede funcionar no es de ninguna manera peor que la negra fantasía de que nada nunca va a funcionar. Y si me dan a elegir entre ambas, elijo la primera. No importa si me dicen que entre los candidatos de las próximas elecciones estarán Alan García y Keiko Fujimori, y no importa tampoco si hoy nos gana Venezuela. Yo voy a seguir haciendo barra. Llámenme iluso. Es mejor que ser siempre un desilusionado.

Se los pondré de esta manera: yo soy hincha del Boys. Nadie me obliga. El Boys sólo ha campeonado una vez durante mi vida y fue hace mucho. Y ahora está muy cerca de perder la cateogoría por tercera vez. Si ser hincha de la selección peruana es iluso, ser hincha del Boys es demente. Pero uno tiene derecho a soñar que para todo problema existe una solución en el futuro, incluso si nada en el presente parece anunciarlo.

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5.9.12

Dios los cría

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Hasta ahora, el programa de Beto Ortiz ha tenido como héroes-invitados a mitómanos, estafadores, alcohólicos, drogadictos, prostitutas, difamadores y traficantes, entre otros.

¿Siguiente? Pedro Pablo Kuczynski. No cabe duda de que sabe posicionarse. Porque, qué mejor compañía para quien quiere ser presidente del Perú, ¿no es cierto? ¿Y qué mejor lección le puede dar Kuczynski a los peruanos que legitimar con su participación un programa que premia con dinero la degradación moral y confunde la valentía con el descaro a cambio de plata?

Por supuesto, como los otros invitados, Kuczynski tampoco va a ciegas: nada de lo que se diga lo dañará en lo más mínimo, pero otros sí serán dañados por sus declaraciones. Está clarísimo. Que siga la fiesta.

Y ya que el post ha quedado corto, completémoslo con dos frases célebres de Kuczynski, como quien va preparando los ánimos para su inminente payasada:

"Tenemos que cambiar la genética en el Perú, el ambiente: no podemos tener tanta basura en el país". (2011, siendo candidato).

“Esto de cambiar las reglas, cambiar los contratos, nacionalizar, que es un poco una idea de una parte de los Andes, lugares donde la altura impide que el oxígeno llegue al cerebro, eso es fatal y funesto…” (2006, siendo ministro).

Ah, se me ocurre que estos dos podrían hacer un programa interesante si uno le preguntara al otro por su racismo y el otro acerca de cómo es que mágicamente se cierran los juicios que se le abren. Pero eso no va a pasar, pues.

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4.9.12

McCartney, Arjona, Hitchcock, Kubrick, Bolaño, Bayly

SOBRE EL GUSTO EN LAS ARTES (NI MÁS NI MENOS)

En los ochenta y principios de los noventa, ser admirador de Paul McCartney no era cool. Si uno declaraba serlo, era inmediatamente señalado como un blando, un tipo de gustos mercantiles que se estaba perdiendo los verdaderos placeres de la música popular, placeres que uno debía buscar en otros lados: en los discos de músicos más cerebrales, más vanguardistas, menos sentimentales, mucho más duros, o (increíblemente) en los trovadores de izquierda.

Ciertamente, hubo poco más de diez años, entre 1982 y mediados de los noventa, en que los discos de McCartney entregaban menos de lo que su fama permitía esperar, y su música parecía demasiado sencillamente alineada con los gustos de moda. Pero en la aniquilación de su imagen, sus enemigos iban más lejos: decían que los Beatles habían sido los Beatles por Lennon y que McCartney había sido un afortunado por estar cerca (¡decían incluso que Harrison era una pieza más importante en los Beatles que McCartney!); que Wings era una orquesta blandengue para seudo-hippies sin filo; que los discos de McCartney como solista eran inequívocamente planos y vacíos.

En algún momento, sin embargo, los experimentadores de la música electrónica comenzaron a asomarse a la discografía del McCartney de los ochenta en busca de raíces. El disco McCartney II, de 1980, se convirtió en un inesperado álbum de culto retrospectivamente; canciones como Summer's Day, Waterfalls y Temporary Secretary resultaron infinitamente regrabadas, remezcladas, imitadas. McCartney mismo empezó a lanzar discos electrónicos, bajo seudónimo o como parte del dúo The Fireman, y adquirió una insospechada nube de seguidores entre los nietos de sus fans originales, chicos que estaban inusitadamente más interesados en McCartney y The Fireman que en los Beatles, o que llegaron a los Beatles a través de esas otras estaciones, impensables en los años precedentes.

Algún erudito del rock redescubrió el hecho de que, todavía cuando era miembro de los Beatles, McCartney había inventado, él mismo, una máquina de loops y superposiciones sonoras para producir, entre muchas otras cosas, los ruidos que uno escucha en Revolution 9, la más extraña canción de los Beatles (compuesta principalmente por Lennon): McCartney fue, efectivamente, un antecedente de los DJs de hoy y de muchas de las técnicas de la electrónica contemporánea. Eso sí suena cool, bajo cualquier standard. Así, desde la segunda mitad de los noventas, los fans de McCartney ya no necesitamos excusas para confesar nuestra admiración; nadie nos volvió a mirar con una mezcla de piedad y condolencia.

Después de todo, McCartney estaba en todas partes: era un antecedente del heavy metal (desde Helter Skelter), un serio cultor del sonido funk (desde Monkberry Moon Delight o Nineteen Hundred and Eighty Five), le había dado una toque de virtuosismo ni más ni menos que a la música disco (desde Goodnight Tonight o Arrow Through Me), podía ser más retro que cualquier retro (You Gave Me the Answer, Honey Pie), le entraba por igual a la música sinfónica (The Liverpool Oratorio) y al pastiche experimental postmo (Liverpool Collage). ¿Qué más pedir?

Es curioso cuando la estética de un arte cambia tanto que una generación empieza a descubrir en ciertas obras valores que originalmente no fueron vistos allí. Es curioso pero es un fenómeno perpetuo; es lo que hace que el proceso del arte no sea una línea continua sino una línea zigzagueante, formada de excursiones al pasado, de rescates y reevaluaciones; es lo que hace que nunca se pueda estar enteramente seguro de que una mala obra de arte va a seguir siendo mala para siempre, porque quizás, sólo quizás, nunca fue una mala obra de arte.

Yo, por ejemplo, sigo (y calculo que seguiré por muchos años) intrigado por el hecho de que Roberto Bolaño, uno de los mayores virtuosos de la narrativa hispana a finales del siglo veinte, considerara, aparentemente sin ironía, que Jaime Bayly era uno de los mayores virtuosos de la narrativa hispana a finales del siglo veinte: ¿vio Bolaño algo que yo no veo? ¿Son los libros de Bayly mejores de lo que yo soy capaz de descubrir? Es posible. Quizá, en el futuro, una generación nueva encuentre en Bayly las virtudes que yo no percibo; o mejor: es posible que el tiempo convierta ciertos rasgos de las obras de Bayly en virtudes hoy invisibles para mí (pero, al parecer, por ejemplo, no para Bolaño).

Todo esto, claro está, no lo digo porque haya decidido lanzarme vestido a la piscina del relativismo radical en materia de estética. Sospecho que no todo es redimible, aun si supongo, en abstracto, que para cualquier obra de arte mala de este mundo hay un mundo posible en el que esa obra es buena. Lo que creo es que ese mundo posible no es siempre un mundo deseable. ¿El mundo en el que las letras de Arjona resulten profundas, inteligentes, hábiles, revelatorias, o incluso, simplemente, ingeniosas? Ese es un mundo posible (se llamaría Armagedón), pero no es un mundo deseable porque implicaría la mayoritaria, acaso consensual conversión de la inteligencia humana en un mecanismo trivial y estúpido.

A veces, los mundos posibles no están en el futuro, sino yuxtapuestos unos a otros. Algo hace que La tía Julia y el escribidor sea considerada, en el mundo hispano, una excelente novela, pero una novela de segundo orden detrás de La casa verde o Convesación en La Catedral, y que El hablador sea vista, en ese mismo contexto, claramente, como una novela menor en la obra de Vargas Llosa; pero algo hace, también, que La tía Julia y el escribidor y El hablador sean las dos novelas de Vargas Llosa más atentamente estudiadas por la crítica anglosajona y que la primera de ellas sea, sin la menor duda, el libro de Vargas Llosa más consumido por el público americano e inglés, el mayor éxito crítico de nuestro compatriota en los Estados Unidos. El mundo que rodea al libro cuando es recibido trae en sí mismo ciertas condiciones que propician el éxito o el fracaso de la lectura: expectativas, búsqueda de realidades diferentes, un mayor o menor grado de costumbre ante los modales de una tradición ajena, etc.

Si uno considera eso --que apenas unos miles de millas de distancia, una simple traducción, cierto exotismo ante el otro, puedan cambiar radicalmente la valoración de una novela--, uno tiene que aceptar que los juicios estéticos más absolutos que producimos dentro de unas coordenadas culturales, o los juicios individuales que producimos al consumir una obra, son ya en sí mismos relativos a esas coordenadas culturales, incluyendo en ellas las circunstancias del consumidor, porque ningún juicio estético se produce en el vacío ni en lo absoluto, así como ninguna obra de arte se produce en el vacío ni en el absoluto.

Pero (siempre hay un pero, pero este pero es crucial): ¿eso quiere decir que los juicios de un crítico son fácilmente desatendibles, porque sabemos que otro crítico (en otras circunstancias pero también, incluso, en circunstancias similares) puede proponer un juicio diferente y contradictorio? En otras palabras: ¿la posibilidad de juicios contradictorios invalida las "verdades" de la crítica? Como se imaginan, mi respuesta es que no. Si así fuera, regresaríamos al más tonto y descomunal lugar común jamás dicho acerca del asunto del juicio estético: "sobre gustos y colores..." Ese mundo ideal de la anarquía hedonista donde el gusto de uno convive con los gustos de los demás de la manera más absurda, es decir, quitándole todo valor posible a cualquier gusto que no coincida con el de uno, es una falsa democracia estética, precisamente porque no plantea la comparación de los gustos de todos, sino la anulación práctica de los gustos ajenos: "a ti Arjona te parece horrible pero a mí me parece excelente, y como sobre gustos y colores no han escrito los autores... entonces, se acabó: tu juicio no mella el mío, no lo toca, no lo cuestiona y, por tanto, podría perfectamente no existir".

Esa no es una democracia del gusto; es un solipsismo del gusto. La manera de seguir siendo democráticos, justamente, es seguir poniendo siempre nuestro gusto personal en juego con los gustos ajenos, comparando nuestras preferencias con las de los demás y, sobre todo, atendiendo a los argumentos que los demás proponen para respaldar esas preferencias.

En mi vida me han gustado muchas cosas que ya no me gustan. Si el Gustavo de hoy se encontrara, como el personaje de Borges, con el Gustavo de hace veinte años (después de todo, hace apenas un mes estuve sentado en una banca frente al río Charles), tendrían muchas cosas de qué hablar pero probablemente no demasiadas lecturas comunes sobre las cuales sentirse ambos igualmente entusiasmados.

Por supuesto, el Gustavo de hoy podría menospreciar los gustos del más joven, y el más joven podría suponer que el Gustavo de hoy es un arbitrario que no acepta los placeres más simplres de los demás.

Pero se me ocurre que la única manera democrática de dialogar sobre el asunto sería escuchar las razones del otro. Quién sabe, quizá el más joven podría convencer al mayor de que Silvio Rodríguez está en algo; o el mayor podría convencer al menor de que Tom Waits es un virtuoso, no un bullicioso enajenado. (Coincidirían, eso sí, en que Arjona es una enfermedad social y en que Galeano no es un escritor).

La vida, al fin y al cabo, es una sucesión de mundos posibles, y con cada mundo nuevo hay una nueva oportunidad para modificar un juicio estético. Pero eso no es descartar el ejercicio crítico; eso es simplemente hacerlo más interesante, más sorpresivo y sorprendente. Por ejemplo, ahora mismo, ¿estará por llegar el mundo en que yo descubra que entre las canciones de Kylie Minogue hay cosas que rescatar? Ya lo vieron los Flaming Lips, por ejemplo, que convirtieron una canción, para mí melosa, monótona e insoportable de la australiana, en una pieza notable, llena de dimensiones, un lujo de sonidos y de ritmos hipnóticos.

Cada vez que Kubrick o Hitchcock eligieron un libro más o menos mediocre para transformarlo en una película extraordinaria (piensen en El resplandor o en Los pájaros), por ejemplo: ¿no estaban viendo ellos en esos libros un valor artístico, estético, intelectual, emotivo, que la mayoría de los demás no encontraron en el primer momento? Y ahora, cuando leemos esas novelas, ¿es posible quitarles esa dimensión que Kubrick y Hitchcock hicieron visible? Kubrick y Hitchcock propiciaron ese mundo posible en que King y Du Maurier se volvieron autores que hay que leer con cuidado, en búsqueda de puntos ciegos, de señales ocultas, de valores pendientes, inminentes. Pero no lo hicieron simplemente afirmando "a tí no te gusta pero a mí sí". Lo hicieron abriendo el debate, demostrando su idea. Eso es lo más cerca que puede estar el arte de la democracia: eso es convencer a los demás con una razón estética.

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3.9.12

Bryce, el premio, el escándalo

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Se acaba de anunciar que el Premio FIL de Guadalajara 2012 ha sido otorgado a Alfredo Bryce Echenique. Si no les suena a noticia demasiado importante déjenme recordarles que este es el mismo premio que hasta hace unos años era conocido como el Juan Rulfo, que hasta ahora sólo había sido recibido por un autor peruano, Julio Ramón Ribeyro, en 1994.

No es un premio consagratorio; es un premio para consagrados. Lo han recibido Nicanor Parra, Juan José Arreola, Sergio Pitol, Rubem Fonseca, Juan Goytisolo, Carlos Monsiváis, Antonio Lobo Antunes y Margo Glantz, entre otros igualmente relevantes. No es un premio para un libro en particular, sino para toda una carrera literaria.

La carrera literaria de Bryce, ciertamente, ha sido tan larga como dispareja y no creo que quepa mucho terreno para discutir cuándo se produjeron sus puntos más altos, porque todos ellos están al inicio de su trayectoria: dos libros de cuentos que fueron clásicos instantáneos de la narrativa breve peruana: Huerto cerrado y La felicidad ja ja; una de las novelas más conmovedoras y memorables de nuestra historia: Un mundo para Julius; y la única saga novelística mayor de las letras peruanas que fue, en su momento, audaz y oxigenante: Cuadernos de navegación en un sillón Voltaire, formada por una novela cómica de primer nivel: La vida exagerada de Martín Romaña, y por otra, menos brillante pero todavía ingeniosa y transparentemente confesional: El hombre que hablaba de Octavia de Cádiz

Yo estoy entre los muchos que creen que esos dos periodos (el del intimismo limeño, primero, y el de la antinovela cómica con algún aire de Sterne, un aire de viaje sentimental, orientada a narrar la experiencia del desarraigo, después) son lo mejor de Bryce, y que lo que viene después carece del mismo brillo. Si alguien quiere discutir el acierto o el desacierto del premio en función de ese aparente decaimiento en la producción del autor, tendrá que argumentar primero si el exceso de libros no muy trascendentes de los últimos años mella de alguna manera el nivel de los libros anteriores. Yo, personalmente, no creo que esa operción retrospectiva sea válida de ninguna manera. Creo que el autor que escribió los cinco libros que cité, e incluso el autor de Tantas veces Pedro, merece este premio como cualquiera de los autores que lo han ganado antes, e incluso más que alguno de ellos.

Por supuesto, tampoco faltarán quienes pongan en tela de juicio el premio considerando el escándalo que ha rodeado a Bryce en los últimos años. Yo, sinceramente, creo que la objeción tiene aristas que pueden ser legítimas, pero a la vez no sé decidir si se puede mezquinar a alguien un premio a su obra en función de cosas posteriores y ajenas, o por lo menos periféricas, a esa obra. Prefiero pensar que el premio lo recibe alguien que, antes de darnos esos malos ratos (que sin duda fueron más que malos ratos para los afectados), nos dio años de excelente literatura.

¿Es discutible la relevancia de Bryce? No lo creo. Por el contrario, creo que Bryce es uno de los autores peruanos más influyentes de las últimas décadas, que esa combinación suya de prosa ligera, casi oral, una profunda desnudez íntima y una carga sentimental desbordante, ha dejado su huella en muchos, desde escritores tan de culto hoy como Roberto Bolaño hasta escritores simplemente arrasadores en el consumo librero hispano, como Jaime Bayly (y sí, soy consciente de que cabe preguntarse si esa última es una influencia que quepa bienvenir).

En fin, espero que el premio sirva, más que para cualquier otra cosa, para incentivar la lectura de los libros que Bryce escribió en los sesenta, setenta y ochenta, porque esos libros --sobre todo Un mundo para Julius-- son demasiado importantes como para dejar que las sombras de los últimos años y el relumbrón de los litigios de los últimos años acaben por sepultarlos y privarnos de ellos.

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