13.11.12

Fujimori y la novela picaresca

Según cuenta Augusto Monterroso, en algún momento a finales de la década del sesenta, un puñado de escritores latinoamericanos acordaron escribir, cada uno, una novela que tuviera como protagonista a algún célebre dictador de la región, o que al menos se basara en uno o quizás en varios de ellos. Los primeros en cumplir, a mediados de los setenta, fueron García Márquez y Augusto Roa Bastos, con El otoño del patriarca y Yo, el Supremo, respectivamente.

Años más tarde se puso al día Vargas Llosa, con La fiesta del chivo (Conversación en La Catedral, en la que el dictador es un agujero aludido pero nunca visto, es anterior al pacto). La idea siguió rondando por mucho tiempo en la obra de los otros: Carpentier, Donoso, Fuentes. Monterroso mismo se había comprometido a componer una novela acerca de Somoza, pero -confesó tiempo después- había abandonado el proyecto por miedo a que le ocurriera esa cosa rara que le ocurre casi inevitablemente a todo buen novelista: sentirse de pronto atraído por el personaje, empezar a justificarlo.

Si uno revisa Yo, el Supremo o La fiesta del chivo o El otoño del patriarca, es fácil comprender a qué se refiería Monterroso: Roa Bastos, Vargas Llosa y García Márquez construyen personajes aberrantes, execrables, odiosos, capaces de toda vileza y de toda ruindad, y sin embargo ninguno de ellos está exento por completo de humanidad, ninguno -ni siquiera el Chivo a quien Vargas Llosa describe como una encarnación del mal- está libre de algún rasgo heroico, aunque sea del heroísmo errado y enloquecido que brota en el ego de los alucinados, ese heroísmo descentrado y caricatural que sólo es concebible en las coordenadas de una mente que ha perdido contacto con la realidad.

Pregunta. Si alguien escribiera la historia del final de Fujimori: ¿sería capaz de encontrar algo de eso? A Fujimori nunca lo ha distinguido el heroísmo, claro; ni siquiera esa forma banal de heroísmo que es el coraje o la bravura de los egomaniacos. Fujimori es el presidente que salió corriendo por las calles en dirección a la Embajada del Japón cuando le dijeron que se preparaba un golpe en su contra. Es el cobarde que renunció por fax desde el otro lado del planeta porque tenía miedo de dar la cara una vez que no tuviera guardaespaldas. Es el adolescente de setenta años que le toma fotos a un forúnculo de su lengua y se retrata con cara de virgen dolorosa envuelto en velos blancos para inspirar lástima. Y es el colegial pre-teen que se dibuja autorretratos y manda mensajitos de auto-conmiseración como si los garabateara en la última página de su cuaderno escolar, hiciera avioncitos con ellos y los mirara planear por el aula hasta la carpeta de su amor platónico. "¿Te acuerdas de mí? Me siento solo".

La novela de Fujimori tendría que ser una extraña narración grotesca hecha de páginas trágicas y páginas cómicas, pero, en las primeras, las víctimas siempre serían otros, mientras que, en las últimas, el payaso siempre sería él. Cada tramo del relato tendría que ser un episodio más o menos desconectado del anterior, porque la lógica de esa novela no sería el desarrollo de una historia coherente, guiada por el grosor de unos personajes con principios, sino la yuxtaposición anecdótica de chistes ingratos y violencias gratuitas, en donde la búsqueda de un beneficio coyuntural por parte del protagonista sería el único amago de constancia y coherencia.

Ese género existe: es la novela picaresca, sólo que en esas novelas, por lo común, cuando el pícaro sufre, sufre de verdad, y el poder lo ostentan otros. Pero fíjense en los demás rasgos: el pícaro tiene un origen incierto, incluso su lugar de nacimiento está en duda, y también sus nombres, y los va cambiando según le conviene; se hace pasar por experto en diversas cosas pero siempre lo que dice excede a la realidad de sus saberes; se pinta como un caballero andante pero es un cobarde sin compostura; tiene un amo que por momentos parece su criado y cuya mano muerde apenas le resulta conveniente; alardea de su valentía pero gime y grita y se desespera cada vez que está en peligro; ante cada problema inventa una mascarada y teje una mentira y cuando la mentira se revela, coge las hilachas y teje una más grande; es un criminal pero se vuelve un leguleyo con los códigos en la mano cuando se trata de defenderse a sí mismo; termina en prisión pero sueña con volver.

Ahí donde la novela del dictador se junta con la novela picaresca, ahí es donde está escrita la historia de Fujimori. Es una intersección difícil: sólo un maestro podría recogerla sin que se volviera ridícula en sus manos.

3 comentarios:

Cesar De María dijo...

Cuando cayó AF pensé en escribir una adaptación llamada "Ubú, Rey del Perú" y de inmediato, por demorarme, empecé a sumarle eventos del gobierno de García, y ahora ando agregando los de Humala y si sigo así... nunca la voy a escribir.

Anónimo dijo...

Maldita democracia

Anónimo dijo...

Qué buen artículo, y buena comparación.
Saludos