30.8.13

El negro Mama, el humor peruano y las armas para defender al victimario



Cuando pienso en mis humoristas favoritos, pienso en películas de Groucho Marx, Charles Chaplin, Woody Allen, Jim Jarmusch, Ethan y Joel Cohen, Tim Burton y David Lynch; en ciertas obras teatrales de Dürrenmatt y Els Joglars; algunos discos de Les Luthiers; páginas de Borges, Cabrera Infante, Monterroso, Jorge Ibargüengoitia; cuadros de Dalí, de Grosz, de Odilon Redon; fotografías de Marcos López; monólogos escuchados a Jon Stewart, Stephen Colbert, Tina Fey, Chris Rock; series de televisión como Married with Children, Community, Louis, y, sí, Trespatines.

Mi lista tiene mayorías involuntarias, condicionadas por mis elecciones, mis aficiones y los accidentes de mi vida: muchos americanos, muchos judíos, mucha gente de la izquierda progresista, pero también hay conservadores e incluso reaccionarios y hasta monárquicos. Lo interesante es que la mayor parte son humoristas que no evadieron la responsabilidad de hablar sobre los temas claves de su tiempo y su sociedad.

Groucho Marx habló sobre el aristocratismo americano, su gregarismo arbitrario; Chaplin sobre el totalitarismo fascista; Allen sobre los límites de la liberación sexual; Jarmusch, como Burton, Lynch y los hermanos Cohen, acerca de la soledad autárquica de la sociedad norteamericana; los Cohen, además, sobre las raíces del racismo sureño; Dürrenmatt, como Grosz, sobre el totalitarismo alemán; Grosz, además, sobre el antisemitismo populista polaco; Els Joglars sobre la represión moral del franquismo; Borges sobre la invasión del control estatal en las vidas privadas; Ibargüengoitia sobre la vileza del priísmo en México y los fracasos de la revolución; Cabrera Infante sobre los fracasos de otra revolución; Dalí sobre las negaciones de nuestra sexualidad; Marcos López sobre el endiosamiento del consumo, etc.

Es difícil pensar en una instancia en que cualquiera de ellos haya necesitado del prejuicio, la vileza, la violencia discursiva o la pura agresión desembozada para hacer entender sus críticas. Cualquiera de ellos defendería la libertad de los artistas en geeral y la libertad de los humoristas en particular para hablar de cualquier tema sin limitaciones. Pero está claro que ellos entendieron que no imponer limitaciones no es lo mismo que no reconocer las limitaciones que existen ya en el tiempo de uno, en la sociedad de uno, y las limitaciones que la historia irá levantando a medida que reconozca que, en efecto, hablar de todos los temas no es lo mismo que disparar en todas direcciones, sin distinguir qué blanco es legítimo y qué blanco no lo es.

El humor no es un género ni un arte sino una forma de encarar un género y un arte. Es una forma crítica, cuyo objetivo principal es liberar un saber escondido, hacer evidente uno que está oculto, y hacerlo a través de un cierto inventario de armas posibles: la ironía, la caricatura, el sarcasmo, la parodia, etc. No es casual que todos esos términos tengan una carga negativa: uno es irónico, sarcástico, paródico o caricaturizador contra algo o contra alguien, no a favor. El humor más agudo suele ser humor al ataque. Por eso es imposible ser un gran humorista sin ser criterioso, racional e inteligente: porque tener un arma en la mano, disparar constantemente y no herir a los inocentes es un trabajo difícil.

¿En qué situaciones de la vida cotidiana uno quiere ser irónico o sarcástico o caricaturesco o paródico? Digamos: si yo presencio alguna forma de abuso y lo reconozco como tal, ¿contra quién querré usar la ironía? ¿Contra la víctima o contra el victimario? La respuesta, juzgando por lo que he dicho antes, parece obvia: contra el victimario. Sin embargo, como sabemos todos, una buena parte del humor que nos rodea es agresivo contra las víctimas. Yo creo que ese es humor malgastado, desencaminado, sin sentido, inútil, o peor aun: humor que sólo es útil para hacer más daño.

El humor contra el victimario es esencialmente rebelde, contestatario, se mete con los que tienen la sartén por el mango y les dice sus verdades. El humor contra la víctima es reaccionario, prefiere el status quo, es abusivo, se mete con los agraviados y repite el agravio, su fin es, estrictamente hablando, una defensa del mal, su objetivo es que todo lo que está mal en una sociedad siga estando mal para siempre.

El humor peruano es mayoritariamente de ese segundo tipo. Como instrumento social ha existido siempre. Como la ironía y el sarcasmo necesitan demasiadas operaciones mentales, el humor peruano se centra en la parodia y la caricatura, pero rara vez se da el trabajo de mostrar qué ridículo es ser racista, qué estúpido es ser homofóbico, qué embécil es ser sexista, qué primitivo es ser discriminador, qué facilista es ser xenofóbico.

Sería muy sencillo caricaturizar a ese sujeto cargado de prejuicios que todos conocemos en el Perú: el machista acomplejado, el tipo que vive reformulando su genealogía, el que se blanquea por deber y por conveniencia, el que añora un pasado inexistente, el que se siente acosado por la invasión de las migraciones provincianas, el que necesita afirmar su virilidad con cada palabra, el que le reza a la virgen para que su hijo tenga ojos azules, el que repasa las secciones sociales de las revistas a ver si una foto suya se coló entre las fotos del jet set. Sería muy sencillo caricaturizar a ese sujeto porque él es ya una caricatura andante, una caricatura de sí mismo deformada por los rasgos de la persona que le gustaría ser.

Pero aun más fácil es no meterse con él y empecinarse en caricaturizar a la chola, al cholo, al negro, al zambo, al migrante, a la empleada doméstica, reafirmando prejuicios heredados, porque, cuando el humorista mediocre hace eso, no tiene necesidad de pensar; sólo tiene que absorber prejuicios ajenos y dejar salir los propios, nunca cuestionarlos, sólo empujarlos un poco más allá, para que sean más ofensivos.

Porque la risa en el Perú de hoy no se gana con la valentía de la crítica contra el que ejerce el poder, sino que se gana nerviosamente, con un vergonzoso chantaje enterrado, sometiendo a los espectadores a una especie de examen de identidad: si mi chiste racista no te causa gracia, quizá sea porque tú eres un zambito, un negrito, un cholito, una serranita, ¿lo eres o no lo eres? Si no lo eres, ríete, pues. De otra manera eres sospechoso. ¿Mis chistes homofóbicos no te dan risa? Uhm. Qué cosa esconderás.

Claro que los humoristas tienen derecho al humor. Los peruanos también tenemos, con límites obvios y cumpliendo ciertos requisitos, derecho a portar armas, y si llevamos legalmente un arma, podemos usarla en ciertos casos, ante el riesgo de vida, ante una agresión que podamos responder equivalentemente. Pero si uno ve un crimen en la calle, no usa su arma para colaborar con el ladrón, para acribillar a la víctima, para que el delito se lleve a cabo más eficientemente. En el Perú, los crímenes de odio suceden diariamente -femicidios, ataques contra homosexuales, violencia doméstica, segregaciones racistas, etc-. Los humoristas portan un arma todo el tiempo. Ellos deben elegir si la van a usar contra el que comete el crimen o contra su víctima. Y si eligen atacar a la víctima, se vuelven victimarios. Entender eso no debería ser difícil.

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28.8.13

El único libro imprescindible de nuestra generación

Hoy se cumplen 10 años del día en que nos fue entregado, a todos, el Informe final de la Comisión de la Verdad. Una década después, sigue siendo el libro más importante de nuestra historia republicana. Hay muchos otros libros a los que, porque no sabemos de qué otra manera elogiarlos, llamamos imprescindibles. Pero éste es acaso el único libro imprescindible publicado en el Perú en nuestra generación.

Será por eso que tantos quieren prescindir de él, tirarlo a la basura, desprestigiarlo, asfixiarlo, barrerlo de las bibliotecas, desvirtuarlo, contradecirlo sin argumentos, o inventando argumentos espurios, que no se sostienen en nada. Cuando vean que alguien trata de hacer eso, pregúntense por qué. Pregúntense por qué el Informe final de la CVR es detestado por la antigua derecha partidaria, por la actual derecha fascistoide, por los fujimoristas, por Vladimiro Montesinos, por la prensa que se vendió a Montesinos, por Juan Luis Cipriani, por el APRA de García, Mantilla y el Comando Rodrigo Franco, por Sendero Luminoso, por los viejos y nuevos aliados de Sendero Luminoso, por el MRTA. Pregúntense por qué esas personas, que en nada coinciden nunca, coinciden tan abiertamente en su odio al Informe final de la CVR. La respuesta no es tan difícil. Pregúntense, por otra parte, si alguna vez han escuchado a alguien acusado de crímenes contra la humanidad defender el Informe final. La respuesta tampoco en ese caso es difícil.

Confiando en que los peruanos no leemos mucho, sabiendo que somos una minoría los peruanos que hemos leído el Informe, o al menos unas páginas del Informe, los matones de siempre confeccionan toda clase de afirmación deforme y se la atribuyen a la CVR. En el colmo de la hipocresía, dicen, por ejemplo, que el Informe absuelve a Sendero Luminoso, que atribuye la mayor parte de la responsabilidad del conflicto al Estado, que el Informe fue hecho siguiendo una agenda radical para limpiar de culpa a los terroristas y convertir la memoria del conflicto en una acusación exclusivamente dirigida contra los gobiernos de García y Fujimori. Quien lea el Informe final descubrirá que no es así, que todas esas cosas son falsas.

El Informe dice, por ejemplo, lo siguiente:
"La CVR señala que, por la generalidad y sistematicidad de estas prácticas, miembros del PCP-SL, y en especial su dirección nacional y su denominada jefatura, tienen directa responsabilidad en la comisión de crímenes de lesa humanidad en el marco de ataques armados contra la población civil, cometidos a gran escala o bien como parte de una estrategia general o planes específicos. Del mismo modo, estas conductas constituyen, a juicio de la CVR, graves infracciones a los Convenios de Ginebra, cuyo respeto era obligatorio para todos los participantes en las hostilidades.721 La perfidia con la que actuó el PCP-SL en el terreno, escudándose en la población civil, evitando el uso de distintivos y atacando a traición, entre otros métodos similares como el recurso a acciones terroristas, constituyó un calculado mecanismo que buscaba provocar reacciones brutales de las fuerzas del orden contra la población civil, con lo que se incrementaron en una forma extraordinaria los sufrimientos de las comunidades en cuyos territorios se llevaban a cabo las hostilidades... La CVR encuentra la más grave responsabilidad en los miembros del sistema de dirección del PCP-SL por el conflicto que desangró a la sociedad peruana".
El Informe también atribuye a Sendero Luminoso la mayor parte de los crímenes cometidos durante el conflicto, y, entre los gobiernos del periodo, encuentra que el que más frecuentemente violó los derechos humanos y más violenta y criminalmente actuó contra la ciudadanía fue el de Belaunde, seguido por el de Alan García y, en tercer lugar, el gobierno de Fujimori.

Hay una manera simple de saber qué cosa dice el Informe final y despejar cualquier duda que uno tenga sobre su contenido. Leerlo. Es lo que uno tiene que hacer siempre antes de opinar sobre un libro. No es un esfuerzo sobrehumano. No es, ciertamente, la experiencia más grata del mundo, porque nos enfrenta a lo peor de nosotros mismos. Pero es imprescindible si queremos ser lo mejor que podamos ser. No hay que tenerle miedo a la verdad, no hay que tenerle miedo a la memoria, no hay que olvidar lo que no hemos llegado a comprender, no hay que escondernos de nuestro pasado, no hay que ejercer sobre los peruanos muertos la cobardía de no querer siquiera recordar por qué murieron, cómo murieron, quién los mató. Es una deuda abierta, tenemos que saldarla, aunque sea difícil. El Informe no es un texto secreto, no está escondido, no está enterrado aunque muchos hayan querido enterrarlo. Está, de hecho, aquí:

http://www.cverdad.org.pe/ifinal/index.php

27.8.13

Lavanderías Beto Ortiz: ahora le toca al Negro Mama

Beto Ortiz, defensor de todos los que se malean en la tele, no se puede esperar al fin de semana para continuar con su chamba y sale a defender a los autores de esa caricatura racista y bochornosa que es el "Negro Mama".

Como a Ortiz le conviene que todos los horrores de la tele queden siempre impunes y necesita propiciar la idea de que la libertad de los matones televisivos es más importante que el derecho a la igualdad, salta hasta el techo ahora que el Estado le ha puesto una multa a Frecuencia Latina (o sea a sus empleadores) por no haber obedecido fallos anteriores sobre la naturaleza racista e insultante del sketch de Jorge Benavides (especialista en el "arte" del racismo televisado).

En un post de Facebook, Ortiz formula dos preguntas que el pobre seguro cree agudísimas e incontestables. Yo quiero respoderlas. Su primera pregunta dice:

"¿Puede el humor ser objeto de "rectificación"? El humor es mofa, pachotada, burla, irreverencia. Te da risa o no te da risa. Te picas o no te picas. Y ya está. Y en Lima, con mucha mayor razón. Los limeños nunca nos reímos contigo, nos reímos de ti. Y de tu mamá, también".

Sí, el humor puede ser objeto de rectificación. No se rectifican las cosas por serias o poco serias, ni por chistosas o no chistosas, sino por falsas o injuriosas. Y hay ciertos tipos de falsedad que son peores que otros. Por ejemplo, la falsedad de los estereotipos racistas.

Cualquiera que haya leído aunque sea un manualito de historia de la Segunda Guerra Mundial sabe que el Holocausto fue precedido por quince años de humor nazi, por millares de caricaturas y deformaciones de la imagen de los judíos, que promovieron en el imaginario alemán la idea de que los judíos eran seres inferiores, sucios, complotantes.

Por supuesto, no era la primera ola de humor antisemita: se construía sobre prejuicios ya existentes. Exactamente igual que en el Perú existen siglos de humor contra los ciudadanos afroamericanos, desde antes de que fueran ciudadanos, desde los años de la esclavitud hasta hoy, y siglos de humor contra los ciudadanos de etnias indígenas, desde la colonia, pero especialmente exacerbados en el periodo republicano, porque al Perú le gusta avanzar hacia atrás.

¿Está mal perseguir el racismo? Hasta Ortiz dirá que no, que está perfectamente bien. Excepto, claro, cuando el racismo le hace gracia, cuando le parece chistoso. Cualquiera con dos dedos de frente tendrá que ver que ese argumento es estúpido. ¿Alguna vez han pensado por qué es estúpido?

Porque el humor sólo es humor cuando es propuesto y entendido como tal. El humor racista sólo es gracioso cuando se propone y se interpreta dentro de un mismo circuito, a partir de unas mimas ideas y creencias. Si el racismo me parece execrable, el humor racista también me parece execrable y, además, no me hace gracia, y cuando deja de hacer gracia, deja de ser humor.

El "Negro Mama" no es aceptable porque es humor. De hecho, la cosa va en la otra dirección: yo sólo lo puedo entender como humor si el racismo me parece aceptable.

El Estado tiene el compromiso legal, constitucional, de luchar contra el racismo. Eso quiere decir que no sólo debe luchar contra expresiones culturales aberrantes, como el sketch de Jorge Benavides, sino que además tiene que luchar contra las condiciones culturales y sociales que lo propician, que lo dejan vivir en la sociedad y lo justifican banalmente con la torpe defensa de que es simplemente humor y que el humor tiene licencia para violar la ley. El humor no tiene licencia para violar la ley.

"Los limeños nunca nos reímos contigo; nos reímos de ti", dice Ortiz. A eso hay que respoderle -porque parece que los siglos no le enseñan nada a Ortiz- que el Perú no es Lima y que la idiosincrasia del centralismo limeño, su aire de centro del mundo, no tiene por qué imponerse sobre nadie, mucho menos sobre la ley.

En efecto, los limeños no se ríen con los demás; se ríen de los demás. Se ríen, por ejemplo, de los provincianos. Se ríen de los indígenas, de los cholos, de los migrantes, de los zambos, de los mulatos, de los negros. ¿Y? Gran parte de ese humor no es otra cosa que una expresión de su racismo y de su voluntad discriminatoria y segregacionista.

¿O se supone que, porque a los limeños les parece chistoso burlarse de los demás (y burlarse también de los limeños a los que ven como distintos, o de los que tratan de diferenciarse, muchas veces para aplacar complejos), entonces está bien que lo hagan y no hay nada que criticarles?

¿O sea que el derecho a la risa de los limeños es un valor que hay que defender por encima del derecho que tienen los burlados a su dignidad, a no ser colectivamente caricaturizados y reducidos a estereotipos degradantes?

El humor racista es una señal de atraso, un lastre absolutamente vejatorio, una seña de ignorancia, de falta de imaginación, de primitivismo intelectual, y es parte del sistema ideológico que hace que el racismo se mantenga vivo y siga operando libremente. No existe ninguna diferencia entre combatir el humor racista y combatir el racismo.

La segunda pregunta de Ortiz es ésta:

"Con este precedente de un Estado paternalista que decide de qué debemos reírnos y de qué no quiero convocar a todos aquellos que alguna vez se hayan sentido aludidos por algún sketch cómico para comenzar de una vez por todas a victimizarnos y llorarle públicamente al Gobierno para que nos defienda de todos estos chistosos que nos están fastidiando".

Hacer que las leyes funcionen igual para todos -para los ingenieros, los arquitectos y los guachimanes igual que para los comediantes de la tele, por ejemplo- no es ser paternalista. Todo el sistema legal es básicamente una serie de prohibiciones, limitaciones y prescripciones que, entre otras cosas, limitan los deseos de los ciudadanos, y eso no lo consideramos paternalista, ¿o sí?

Cuando el estado prohíbe las relaciones sexuales con menores de edad, por ejemplo, ¿es paternalista? ¿Con quién? Según la lógica de Ortiz -increíblemente- está siendo paternalista pero no con los menores de edad (imagino que el Estado tiene que ser una especie de padre con los menores de edad), sino con los pederastas, porque está decidiendo con quién pueden y con quién no pueden tener relaciones sexuales.

Obviamente, limitar eso no es ser paternalista. Es ser justo: velar para que unos indiviuos no cometan actos que violen los derechos de otros. Eso es lo mismo que hace el Estado cuando persigue el feminicidio o los crímenes de odio o cualquier delito agravado por cuestiones de fe, de género, de pertenencia étnica, etc: velar por los derechos de sectores de la ciudadanía que están en riesgo especial de ser dañados por las acciones de terceros.

El racismo no se ejerce en el aire. Se ejerce contra alguien. No se estereotipa fantasmas ni ilusiones ni abstracciones: se estereotipa a personas de carne y hueso. Y si el Estado no les permitiera a esas personas quejarse y obtener reparaciones cuando han sido afectados por un discurso racista, entonces estaría abandonando a un sector de la ciudadanía, como si lo conformaran ciudadanos de segunda categoría, o personas ajenas al circuito ciudadano.

El Estado ha hecho lo que tiene que hacer, así de simple. Si en algo se ha equivocado es en la levedad de la multa. Lo que hizo Frecuencia Latina (y lo sigue haciendo, igual que muchos otros medios de comunicación peruanos) es un delito. Y no podemos hacernos los de la vista gorda ante los delitos sólo porque a Beto Ortiz le dan risa. Si así fuera, pronto no quedarían delitos en nuestros códigos.

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26.8.13

Hitler y el arte como fanatismo

Todo pensamiento político implica un pensamiento estético. Eso no quiere decir que toda ideología política genere arte o produzca una concepción del arte. Quiere decir, más bien, que todo proyecto político implica modelar una sociedad, modelarla físicamene, darle una cierta forma, es decir un ordenamiento, del modo en que un artista confiere orden, estructura y forma a su material, y esa acción es estética.

El fascismo en todas sus variantes, incluidos el fascismo de Mussolini y el nazismo, llevaron esa idea más lejos. Si bien Robespierre siglos antes, había comparado al artista con quien ejerce un poder político, por las razones anteriores, había dicho, también, que el artista podía ser enteramente pasional para construir su obra, pero el político no: el político debía liberarse de pasiones para ordenar según la razon. Hitler pensaba, en cambio, que el artista no sólo debía ser pasional sino algo más: "la única forma de ser un verdadero artista es ser fanático". Mussolini, también, incluso antes, sostenía que el artísta y el político se asemejaban porque la relación que sostenían con sus materiales (el material del político era el pueblo, así como la piedra lo era para el escultor) debía ser siempre pasional y extrema.

Los nazis estaban dirigidos por artistas y humanistas. Hitler había vivido muchos años de su trabajo como pintor. Himmler fundaba sociedades de historiadores y arqueólogos y era padrino y protector de innumerables escritores de índole esotérica y ocultista. Goebbles era un doctor en literatura de Heidelberg, autor de una novela (pésima), dos obras teatrales (que jamás fueron representadas, ni siquiera cuando él se convirtió en el árbitro de todas las artes alemanas) e infinitos poemas románticos que parecían escritos un siglo antes. El arte puede ser perverso en toda la línea y no necesariamente nos salva de la perdición ni del mal. El mal arte y los malos artistas pueden enseñarnos el mal y la perversidad.

Hitler pensaba en sí mismo como un artista, hasta el final de sus días, y estaba seguro de que haber pasado de las acuarelas a la jefatura del Reich le había dado, antes que otra cosa, un lienzo más grande sobre el cual pintar sus fantasías. La dictadura era un arte mayor, la más poderosa de todas porque trabajaba con seres humanos de carne y hueso. Las largas filas de soldados alemanes en los desfiles multitudinarios del nazimo y las pilas de cadáveres emaciados y momificados en vida en los campos de concentración eran dos estancias de esa obra que él estaba construyendo, como quien esculpe una pieza monumental a la que quiere darle el tamaño del mundo entero.

Usaba a los escritores como propagandistas y guionistas de sus farsas públicas, a los arquitectos como coreógrafos, a los cineastas como los cantores épicos de su obra: el Reich era su imposible pieza de arte total, hecha con todas las artes desbordadas, fanáticamente agigantadas, hasta abarcarlo todo. Suena banal llamar a Hitler un artista del mal, Era, mucho más terriblemente, un mal artista, uno que nunca supo que en toda historia representada, en toda ficción, los caracteres necesitan una vida propia, una voluntad propia, una naturaleza propia y una individualidad. El fascismo, al olvidar eso, olvidarlo siempre, de manera constante, sólo puede producir arte perverso y arte de ínfimo valor.

Las fotografías con las que ilustro este post las he emparejado yo mismo, guiado por mi memoria y la intuición de que Hitler también se modeló a sí mismo como un personaje derivativo, imitativo, poco original: cada gesto suyo, creo, provenía de una imagen ya vista, era un plagio: la asombrosa teatralidad que desplegaba en sus discursos era la copia del estilo dramático de los actores alemanes del expresionismo, a pesar de que muchos expresionistas fueron perseguidos, encerrados o asesinados durante el régimen nazi. Los dictadores son así, sobre todo los fascistas: en su delirio se creen artistas y copian el arte anterior, pero al mismo tiempo lo persiguen porque quieren suplantarlo. Porque un artista de verdad no puede ser un fanático, como alucinaban Hitler y Mussolini, sino un ser racional, dispuesto a inventar un orden soñado para el mundo, o un orden paralelo, o un orden que permita intuir la raíz del caos en el mundo, pero nunca dispuesto a imponerlo sobre el mundo, nunca dispuesto a aplastar al mundo con ese orden.

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22.8.13

Lavanderías Beto Ortiz

--> (Mi artículo de la semana pasada en Velaverde)

Yo dije ahora sí fuiste, Laura Bozzo: ábrele tu corazón a Satanás, pero nada. Beto Ortiz le preguntó cuántas cirugías se había hecho para esculpirse en el cráneo ese rostro picassiano y la única pregunta peluda fue sobre axilas. Esperé una semana. Ahí sí dije de acá no pasas, Kenji Fujimori, vas a terminar prendiéndole velitas a Judas Iscariote, pero otra vez nada. Beto Ortiz ungió a Kenji niño símbolo de la lucha contra el bullying: le preguntó si sus profesores y sus compañeritos del cole lo maltrataban allá por los noventa. Yo pensé: tiene que ser una emboscada del sagaz Ortiz, azote de corruptos. Es una estrategia. Seguro ahorita le pregunta sobre los estudiantes de La Cantuta que el Grupo Colina bulineó hasta una fosa común durante la dictadura de su padre. Cuál no sería mi sorpresa al ver que esa pregunta también se le escapó a Beto.

A los siete días tampoco pasó nada: Mónica Cabrejos, mártir del calatismo nacional, cuyo poto iluminó el santoral de todas las parroquias peruanas años atrás, se presentó puntual a su entrevista, con sonrisa radiante y piernas de vedette que podría no haberse retirado. Pero en la otra silla no se sentó Beto Ortiz, sino el renunciante Papa Benedicto XVI, zapatitos rojos y todo, y la conversación fue como un trámite previo a la beatificación. Está bien, no hay problema: Mónica es una chica buena y luchadora, que ha sufrido mucho en la vida. Y es obvio que la pusieron ahí para hacer un paréntesis. Además, en la cuarta semana el invitado era Rómulo León Alegría, ministro a quien su propio jefe Alan García describiera, con pestífera metáfora, como una “rata” de la corrupción, así que pensé: Beto le va a salir con la pata en alto; si pasa la pelota, no pasa el jugador. Otro error mío: León quedó como un gatito, toma tu lechecita Michifuz, ¿verdad que de niño fuiste campeón de yoyó? Desde ahora te llamaremos Rómulo Fe y Alegría.

Ipso facto, desde las mismas entrañas de Frecuencia Latina, se alzó la voz de todos los miembros de ese alucinante equipo de súper periodistas justicieros que forman el coro de querubines moralizadores del canal del búnker. Esto ya es mucha payasada, dijeron al unísono Aldo Mariátegui, Mónica Delta y Nicolás Lúcar. Pero en ese momento desperté de mi sueño, estrangulando la almohada. ¿Qué van a decir nada, pues? ¿Alguien imagina a Mónica Delta avergonzada de que en su canal se les lave la cara a los personajes más tétricos del aprofujimontesinismo? ¿A Aldo Mariátegui rebelándose contra las instrucciones de su (ahora casi abstracto) empleador? ¿Alguien alucina a Nicolás Lúcar diciendo oye Beto, no te pases, hermano, hay que tener un poco más de dignidad? Ni hablar. Es más: el trabajo de Lúcar, ahora, es hacer que buena parte del bloque informativo de Frecuencia Latina sean los previos y la sobremesa del programa de Ortiz, programa que, a todo esto, por un fenómeno que sólo podemos atribuir a la inercia, sigue llamándose El valor de la verdad.

Lo que me hace recordar que la primera temporada de ese programa comenzó con un tono bien diferente. Preguntas tan violentas que parecían golpes y puñetazos. Claro, los concursantes no eran los pesos pesados de Pendavisland que son hoy los caseritos de la segunda temporada. Eran gente como Ruth Thalía Sayas, dispuesta a revelarlo todo, creyendo ingenuamente que esa cantidad impensable de ceros en el cheque del premio le cambiaría la vida para bien, aunque su orgullo y su honra quedaran por los suelos, sin saber que, poco más tarde, el dinero lo iba a tener algún ratero y ella iba a ser un cadáver en una fosa cubierta de concreto. “Debimos hacer más por buscarla”, declaró entonces Beto Ortiz. Pero para ese momento él debía de estar invirtiendo su esfuerzo en buscar otra cosa: a los invitados de su segunda temporada, esos sí vivitos y coleando, y muy dispuestos a participar en El valor de la verdad, que, más que un programa de televisión, es un programa de rehabilitación de imagen para personajes públicos manchados, que necesitan una buena jabonada, una buena lavadita, un cambio de look de adentro para afuera. Extreme Makeover, debería llamarse. Fashion Emergency. The Biggest Loser. Cualquier cosa. Porque, para que se llame El valor de la verdad, tendríamos que empezar por redefinir “valor” y redefinir “verdad” o quemar todos los diccionarios o aceptar que nosotros también somos ciudadanos de Pendavisland, donde el español es lengua muerta o se ha transformado en un extraño idioma en el que “valor” significa plata y “verdad” significa burla general, la cachita del más sapo, la sonrisa del mentiroso, la carcajada del hipócrita.

Es la fórmula perfecta, y eso hay que concedérselo a Ortiz. El programa no tiene éxito porque sea una catarata de brillantes momentos televisivos, sino porque es un espectáculo descarado y tan morboso que atrae. Cuando el hermano de León Alegría le dijo a Ortiz “eres muy inteligente” y Ortiz respondió “eso nunca nadie me lo ha dicho”, se produjo, a mi juicio, el único instante de televisión honesta de toda la temporada. Ortiz no es inteligente (aunque eso en el Perú es un mérito) pero sí es empático. Y lo es, sobre todo, con cierto tipo de persona: el poderoso caído por sus propios pecados, la celebridad oscurecida, el complotador descubierto. No fue empático con Ruth Thalía Sayas, pero sí supo comprender que Laura Bozzo es muy humana y llora, que Rómulo León es un abuelo cariñoso y llora, que Kenji es un buen hijo y… él no llora, tampoco tampoco. ¿Por qué no le preguntó por su silencio de todos estos años tras la revelación de las torturas de las que fue objeto su madre? ¿Por qué no le preguntó de dónde salió el dinero para sus estudios universitarios? No pues, eso lo hubiera preguntado otro, un periodista, quizás, como el que quiso ser Ortiz alguna vez, antes de darse cuenta de que en el Perú la verdad no es un negocio, que no tiene valor en sí misma, o que el valor de la verdad está en la capacidad que tenga uno de manipularla, torcerla, desvirtuarla y pervertirla. O lo hubiera preguntado usted, pero usted no tiene acceso a esas personas y esas personas no le abren su corazón a cualquiera, sólo al que sepa mirar adentro y hacerse el que no ve. Y ese es el negocio de Ortiz.

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20.8.13

Racismo con piel de cordero

Una recomendación. Si quieren quedar como gente ajena al modo de pensar de los racistas, nunca usen la frase "el racismo es de doble vía".

Primero que todo, porque, si lo hacen, van a dar la impresión de pensar que el mundo, o nuestra sociedad, o cualquier sociedad a la que se estén refiriendo, están divididos en dos campos, que la barrera que separa a ambos campos está racialmente determinada y que el vínculo más común entre ambos campos es el odio racial. Y eso, obviamente, es falso. No sólo es falso, sino que es precisamente la manera de pensar de los racistas. Y ustedes, recuerden, no quieren quedar como racistas.

Los nazis, que no se reconocían racistas, o que, en todo caso, no reconocían el racismo como un discurso atrabiliario, odiaban a los judíos, a los gitanos, a los polacos, a los árabes, etc., pero además suponían que ellos, los nazis, y los germánicos en general, o los "arios" en particular, eran odiados por todos los otros: "el odio es de doble vía" es una frase que cualquier desquiciado de la Ahnenerbe o de la SS o de las Juventudes Hitlerianas hubiera usado campante y feliz en cualquier momento.

De hecho, cuando Hitler llegó al poder y amenazó a los judíos alemanes con boicotear sus negocios, en 1933, y en respuesta a ello comenzaron en Europa y Estados Unidos las manifestaciones públicas contra ese inminente abuso, el gobierno nazi se defendió de las acusaciones diciendo que no eran otra cosa que una campaña judía de "odio anti-alemán".

A los racistas les gusta hacer hincapié en que "el otro" los odia a ellos.

"El racismo es de doble vía" es el título de un artículo que ha escrito Miguel Santillana y que ha aparecido en la revista Velaverde y en un blog de Semana Económica. El artículo comienza con un párrafo que parece, formalmente, al menos, de los dientes para afuera, ser un alegato en contra del racismo:

"Un tema que me impresionó durante mi reciente visita a Puno, invitado por la fundación Konrad Adenauer y el Instituto Peruano de Economía Social de Mercado (IPESM) es el racismo: los cobrizos contra los mestizos, criollos o blancos. Este racismo se justifica como revanchismo histórico marcando la vida política del departamento. Mientras que esto no sea enfrentado como un pernicioso pasivo de la sociedad peruana; éste departamento y los otros, en los que se observa este tipo de comportamiento, no podrán integrarse al proceso de crecimiento económico y social. El racismo es una trampa para nuestro desarrollo".

Si uno lee rápidamente, está casi de acuerdo. O, por lo menos, comprende que la intención general de Santillana es llamar la atención contra el racismo. "El racismo es una trampa para nuestro desarrollo", dice. Eso está bien. Pero si uno lee con cuidado, la cosa es distinta. El racismo del que habla Santillana está estrechamente definido: los "cobrizos", por un lado, como agentes del racismo, y, por el otro, los "mestizos, criollos o blancos" como víctimas del racismo.

Ok, no es precisamente la forma de racismo que más ha complotado contra nuestro desarrollo desde la Colonia, durante los siglos de servidumbre forzada de los indígenas y la esclavitud de los afrodescendientes, o en la república, con el mantenimiento de formas de producción cuasi esclavistas y mecanismos feudales de explotación, pero hay que darle tiempo a Santillana para desarrollar su idea, hay que leer los párrafos siguientes.

Los párrafos siguientes, lamentablemente, no son precisamente de Santillana, no de manera directa, sino que son su transcripción (ya que está entrecomillada, hay que suponer que es literal y que quizás tenga la grabación) de las cosas que le dice a Santillana un anónimo anfitrión que lo recibe en Puno.

Ese anfitrión explica la tesis de Santillana sobre el racismo de los "cobrizos" contra "mestizos, criollos o blancos". El problema es que -involuntariamente, queremos suponer-, las palabras de ese anfitrión son el discurso de un racista clamoroso y altisonante, que no representa ninguna novedad en el Perú -ni en Puno ni en Lima-: un sujeto que odia a los indígenas puneños, los desprecia, los culpa de la precariedad de sus propias vidas y los estigmatiza con frases que Enrique López Albújar o Ventura García Calderón hubieran juzgado demasiado retardatarias para escribirlas en sus cuentos en los años treinta.

El anfitrión anónimo dice haber sido profesor en la Universidad Andina Néstor Cáceres Velásquez. No es de los profesores que hablan sobre sus alumnos con amor: "La calidad de los alumnos es pésima", dice. Y continúa: "En muchos casos ni dominan el castellano, no saben ni armar una oración. Trabajar con ellos es súper complicado".

O sea, este profesor universitario juzga que sus alumnos son "pésimos" porque hablan otro idioma y el español es su segunda lengua. Son tan malos que "no dominan el castellano", dice. Claro, ni a este absurdo profesor ni al columnista de opinión (que no opina nada ni cuestiona nada) se les ocurre observar lo evidente: un país tiene que ser muy injusto y autoritario, muy centralista y discriminatorio para tener un sistema universitario al que sus ciudadanos no pueden acceder en sus lenguas maternas.

¿Qué país es éste en el que un sector de la ciudadanía necesita aprender un idioma que no es el propio para poder instruirse y, encima, cuando trata de estudiar en una segunda lengua (el español), se encuentra con profesores mostrencos y antediluvianos que creen que no hablar un español castizo es un indicio de bajo nivel intelectual?

El sabio catedrático anónimo continúa:

"La UANCV", dice, "tiene 32 años de sacar profesionales mediocres. Con los años, tienen una masa crítica mediocre de abogados, ingenieros, administradores, profesores, que se apellidan Maquera, Condori, Huayhua, Cahua, Pacori, Cariapaza, Yujra, etc. Dentro de este grupo los de mejor apellido son los Quispes y Mamanis".

En este punto, claro, uno quiere meterle una cachetada a este sujeto. ¿Alguien imagina a un profesor universitario que se pone a enumerar apellidos quechuas como si fueran demostraciones de estupidez, o como si el origen quechua, yuxtapuesto a un título profesional, produjera un ridículo tal que ni siquiera hay necesidad de explicarlo? ¿Un profesor universitarios que habla de "mejores" y peores apellidos? ¿A quién le suena absurda la frase "ingeniero Huayhua", o la frase "profesor Cahua", o la frase "abogado Quispes? Mi pregunta es retórica: si cualquiera de esas frases te suena ridícula, eres un racista y, además, eres un racista que no le ha dado una buena mirada al Perú en los últimos cincuenta años.

No sé si los profesionales de la UANCV terminan sus carreras con buen o mal nivel académico, pero si la respuesta es la segunda, se me ocurre una explicación: tienen profesores idiotas y atravesados de racismo, profesores que los odian produndamente y los desprecian por su origen. No voy a generalizar porque no sé nada sobre el resto de la plana docente de esa universidad y de seguro tiene una inmesidad de docentes honrados y conscientes de su labor. Pero pongo mi mano en el fuego por una cosa: muchos estudiantes de la UANCV han tenido que pasar por las manos de por lo menos un profesor que los detesta con toda su alma.

El racista enmascarado (enmascarado por Miguel Santillana, que no menciona el nombre de su interlocutor) sigue hablando sobre sus alumnos y sobre los indígenas puneños en general: "No tienen idea de calidad de vida", dice. "No les importa comer todos los días chuño, vivir en un solo cuarto con sus hijos amontonados".

Claro. Verdad que los pobres viven como pobres porque no les interesa vivir como ricos. Porque, como el mismo sabio dice líneas arriba, "aún viven con el complejo". Bastaría con ir a la puna y explicarles a nuestros compatriotas, antes de que sus hijos se mueran de enfermedades respiratorias en este o en el próximo invierno, el concepto de "calidad de vida". Si lo entendieran, se construirían mansiones con calefacción de energía solar y pondrían una chimenea victoriana en cada uno de los muchos salones de sus residencias. ¿No es cierto?

¿Otro párrafo del experto en racismo? Aquí tienen uno genial:

"También existe racismo entre quechuas y aymaras. De la mezcla salió el juliaqueño. Es horroroso. Es el nuevo rico. Atropellan a quien le da la gana. No tienen educación: se tiran unas trancas épicas y luego hacen intercambio entre la comadre y el compadre. Al día siguiente, no pasó nada".

Obviemos el triple salto mortal que hay entre la primera frase, donde quechuas y aymaras se repudian, y la segunda, en la que no sólo conviven en feliz servinacuy sino que además tienen hijos que -horror de horrores- resultan ser ni más ni menos que juliaqueños, y, como tales, pueden ser descritos con tres palabras: "horroroso" y "nuevo rico".

Una pista más sobre cómo detectar a un racista instantáneamente: los racistas suelen referirse a toda una comunidad en singular, como si todos quienes la forman fueran una sola persona. Los racistas dicen cosas como "el negro es vicioso", "el cholo es flojo", "el chuncho es de doble filo" o cosas como "el judío es conspirador", "el árabe es engañoso".

Y dicen, claro está, cosas como "el juliaqueño es horroroso". ¿Por qué? Porque el racismo es una forma de reducción antirracional, una simplificación injustificable hecha para poder odiar en masa. Cuando el racista está en el apogeo de su segregacionismo, empieza a ver a la colectividad odiada como una sola persona, es incapaz de ver a cada sujeto como un individuo diferente.

Uno se pregunta: si Miguel Santillana cree que "el racismo es de doble vía", ¿por qué en ningún punto de su artículo se detiene a señalar que su anónimo interlocutor es un racista? ¿Acaso no es obvio? Alguien más piadoso que yo dirá "bueno, en el título del artículo queda reconocido que existe ese otro racismo". Yo diré: Santillana no censura ni critica ni le arranca la careta al racista que tiene en frente -lejos de ello, le da tribuna y lo deja circular libremente, convirtiendo sus declaraciones en el mensaje central del artículo- porque sabe que todo su argumento de destruiría si dijera: "ok, hay dos formas de racismo pero yo quiero centrarme sólo en una y mi única fuente es un racista atroz, que a partir de ahora queda a cargo del presente artículo".

Claro, es interesante leer cómo los nazis describían el odio de los judíos hacia ellos, cómo los belgas describían el odio de los congoleses hacia ellos, cómo los turcos otomanos describían el odio de los armenios hacia ellos, cómo los caucheros que invadieron el Amazonas describían el odio de los indígenas hacia ellos (la foto que acompaña este post es del Perú en pleno siglo veinte), cómo describían ciertos españoles el odio de los andinos conquistados hacia ellos, y también es interesante leer cómo un profesor universitario en Puno describe lo que él considera el odio de los indígenas hacia gente como él (que los desprecia abiertamente).

Pero los historiadores o los científicos sociales que hacen eso saben que deben alertar cuando esas descripciones vienen hechas desde el racismo dominante de los que controlan la vida civil de la sociedad y sus formas de producción y ejercen una violencia impune contra los demás desde la cima de esa sociedad. Y Miguel Santillana sabe que debería alertar a sus lectores y decirles que lo que van a leer a continuación son las palabras de un evidente racista hablando acerca de lo que él considera que es una forma de racismo peor que el suyo.

Pero Santillana no lo hace. Prefiere ver si puede pasar gato por liebre y salirse con la suya: intenta hacerle creer al lector que las palabras de su anónimo entrevistado son meridianas y no necesitan advertencia, que son transparentes y que confiablemente nos informan sobre una situación real, que no están atravesadas de odio y de prejuicios. ¿Periodismo de opinión? No, pues: odiosa propaganda. Nada más.

Sólo añade una frase al final y lo más grave es que esa frase no sólo no es crítica respecto al racista anónimo, sino que hace suyos todos sus reclamos: "Hay que enfrentar esto de una vez", dice Santillana.

Por supuesto que hay que enfrentar todas las formas de racismo, pero para lograr cambios estructurales hay que enfrentar ya, perentoriamente, las que son promovidas desde el poder: el discurso del desprecio al indígena y a las lenguas indígenas, el sistema escolar y universitario que obliga a sus estudiantes a abandonar su idioma y sus señas de identidad si quiere progresar, el discurso de odio a las clases sociales emergentes, esa burla descarada de todos los días contra el pobre que quiere ocupar nuevos espacios en la sociedad y contra el indígena que quiere profesionalizarse a pesar de las trabas que el país le coloca.

Y también hay que enfrentar a este periodismo primitivo de opinadores que trafican con ideas aborrecibles y las maquillan para hacerlas pasar como una defensa de la igualdad.


...

18.8.13

Idea para una película recontra taquillera


Pablito es un hijo no reconocido de Alan o de Toledo. De chico asiste a un colegio emblemático construido por Fujimori pero un día sopla el viento y el colegio le cae en la cabeza dejándolo imbécil para siempre. Desde los escombros ve pasar a una chica del San Silvestre y se enamora de ella. La chica lo mira a los ojos, le dice "archipiélago es un animal" y desaparece en el horizonte mientras se escucha a lo lejos un huayno de Gianmarco. Pablito, que no ha terminado la primaria, no sabe qué hacer con su futuro. Está entre escribir una columna para Somos, lamer axilas en el programa de Laura Bozzo o trabajar en el Congreso como asesor de Kenji. Casualmente, se hace millonario robando cable y se compra un departamento en el malecón de Chorrillos pero un día se sale una ola y el edificio se desintegra. Pablito divide su tiempo entre hacer taxi y actualizar su perfil en Hi5. Con la intención de terminar la primaria asiste los domingos a la Escuelita de Aldo Mariátegui. Junto con una compañera, Rocío Tovar, escribe un soneto en el que acusa a Grau de opiómano y se refiere a Alfonso Ugarte como "el caviar del Morro Solar". El soneto es todo un éxito y Pablito es homenajeado en la Feria Internacional del Libro de Lima junto con Martha Meier, Nicolás Lúcar y Mario Poggi. Una noche, es asaltado por unos "marcas" que lo atraviesan con doscientas cuarenta y nueve puñaladas y un tiro de gracia por si las moscas con el objetivo de robarle una rifa que le ha vendido Luz Salgado. Martha Chávez sostiene que fue un auto-homicidio culposo y Rafael Rey dice que se pueden ir todos a la eme. Beto Ortiz entrevista a los "marcas", demuestra que en el fondo tienen un corazón de oro y les cobra la mitad (del oro). El cuerpo destruido de Pablito es enterrado en una fosa común atrás del cementerio El Ángel, fosa que poco tiempo después es profanada por un grupo de cineastas que llega al lugar para filmar Cementerio general 2. En la escena de la ouija Pablito se despierta. Ve pasar a la chica del San Silvestre. Le pide matrimonio y la chica le dice "claro, huevonaaaaa". Todos bailan un tondero. Fin. En los créditos, aparece Fujimori tomándose fotos moribundo.

12.8.13

Cosas que son peores que quedar cuartos en un mundial de vóley juvenil

--> (Artículo aparecido en la revista Velaverde el día de hoy).

La siguiente, como el título sutilmente sugiere, es una lista de cosas que son peores que quedar cuartos en un mundial de vóley juvenil: (1) Quedar quintos. (2) No clasificar al mundial. (3) No clasificar al mundial durante más de treinta años. (4) Quedar segundos en un concurso universal de himnos nacionales que nunca ocurrió. (5) Que nuestro rostro más conocido en el continente sea el de Laura Bozzo. (6) Burlarnos de una congresista quechuahablante por su ortografía cuando escribe en español. (7) Que una columna de opinión publicada en uno de nuestros diarios de circulación nacional obtenga el premio al texto periodístico más racista del planeta. (8) Que más de la mitad de los ciudadanos del país crea que un delincuente convicto y condenado por crímenes contra la humanidad fue el mejor presidente de nuestra historia.


¿Sigo contando? Ok: (9) Quedar últimos en el ranking de consumo de libros per cápita de todo el mundo hispano. (10) Repetir la misma faena en los índices de comprensión lectora. (11) Que el propietario de la universidad con el mayor número de estudiantes de todo el país se precie de nunca leer libros. (12) No tener ninguna universidad entre los veinte primeros puestos del ranking de las mejores universidades de América Latina.

Sigo, si me permiten: (13) Ser uno de los países más inútiles del planeta en la prevención de muertes por complicación de enfermedades respiratorias cada invierno, como si no supiéramos cuándo llegará el invierno. (14) No protestar por ninguna de las cosas enumeradas entre los puntos 5 y 13 pero sí protestar cuando alguien protesta por alguna de las cosas enumeradas entre los puntos 5 y 13. (15) Miles de otras cosas que todos sabemos.

Una yapa: (16) Ser la persona que se burló de la congresista quechuahablante en el punto 6 y haber sido, también, el director del diario que obtuvo el premio mundial al racismo mencionado en el punto 7 y, sin embargo, no protestar por ninguna de las cosas arriba enumeradas pero sí protestar porque quedamos cuartos en un mundial de vóley juvenil.

Como el atento lector ha comenzado a sospechar, la persona aludida en el punto 15 es Aldo Mariátegui, quien la semana pasada escribió, en su columna de Perú 21, que las chicas de la selección de vóley sub-18 (doce adolescentes entre los quince y los diecisiete años de edad, la inmensa mayoría de ellas provenientes de familias muy humildes, y que entrenan de tres a siete horas cada día de su vida) perdieron el partido de semifinales ante China porque sufren de un problema psiquiátrico que aqueja a la mayoría de los peruanos, problema que Mariátegui, a pesar de sus amplios conocimientos en el campo de la psiquiatría, prefirió no explicar en detalle, pero que sí resumió con una frase: “temor al éxito”.

Es comprensible si el atento lector acaba de pasar de atento a estupefacto. Incluso yo, que considero que la frase “¿oe, y tú a quién le has ganado, oe?” es una de las respuestas más gratuitas, arbitrarias e irracionales que uno puede esgrimir ante una crítica, creo que estamos todos autorizados a responderle a Aldo Mariátegui, a coro pero con decoro, sin perder la calma, con fuerza pero sin exceso, con técnica, como Angelita Leyva clavando uno de los más de ciento cincuenta puntos que la convirtieron en la máxima anotadora del mundial: “¿oe, Aldo, y tú a quién les has ganado, Aldo?”.

Porque incluso en su estado de estupefacción galopante, el lector tiene que darse cuenta, y Aldo Mariátegui tendría que darse cuenta, de dos cosas. A saber: (1) Que si estas chicas le tuvieran temor al éxito, no se habrían sacado la mugre hasta llegar a la semifinal de un campeonato mundial o, en todo caso, hubieran sido arrolladas y desaparecidas en ese partido, en lugar de perderlo por la mínima diferencia posible. (2) Que Aldo Mariátegui, como la mayoría de nosotros —hay que ser justo— no está, nunca ha estado, ni jamás estará en la posición de decir: “en este oficio al que yo me dedico, yo soy uno de los cuatro mejores del planeta”. Y esas chicas, en cambio, ya están ahí.

Si no aceptamos esas dos verdades, corremos el riesgo de que cualquier desprevenido con laptop y conexión a la red, cualquier exdirector-de-un-diario-que-una-vez-fuera-galardonado-por-publicar-la-columna-más-racista-del-mundo* nos diga que, si no estamos entre los cuatro mejores del planeta, eso se debe a que le tenemos temor al éxito. “¿Oe, y tú a quién le has ganado, oe?”, le preguntaremos. Y él nos dirá: “¿Qué qué qué cómo? ¡Pero si yo soy un triunfador! ¡Incluso hubo un año en que yo les gané a todos los directores de periódicos del mundo que decidieron no publicar columnas racistas, y permití que apareciera en mi diario la más racista de todas! ¿Y saben por qué lo hice? ¡Porque yo no le tengo temor al éxito!”. “Ah, bueno”, diremos: “es que tú eres el peruano del futuro”. Y nos reiremos cinco segundos y después pensaremos en lo que hemos dicho y un frío de nevada en el altiplano nos recorrerá la espalda.
__________
* El artículo se tituló “Pobrecitos chunchos y otras torpezas”. El autor fue Andrés Bedoya Ugarteche. El director del diario era Aldo Mariátegui. La organización que otorgó el “premio” fue la ONG británica Survival, en el 2009. Bedoya Ugarteche escribió artículos de ese corte para Correo durante años.

6.8.13

"Ese estigma nacional de temerle al éxito"

“Esta increíble derrota de nuestro vóley ante China —porque ellas no ganaron. Nosotros perdimos, que es otra cosa— muestra, una vez más, ese estigma nacional de temerle al éxito. Caso digno de psiquiatría (aunque no me salgan con la violación de la Conquista española, la derrota ante Chile, Arguedas y pavadas por el estilo)”.

Ese párrafo no es mío, claro está. Es de Aldo Mariátegui, como habrán notado ustedes por el enorme amor a la cultura que en él se expresa (“Arguedas y pavadas por el estilo”). Atención a la segunda frase. Como los pensamientos más complejos de la sesera de Mariátegui, éste también está dividido en dos partes, una en la que dice que el problema es psiquiátrico pero no dice por qué ni cómo y otra en la que dice que no le vengan con explicaciones psiquiátricas porque esas cosas son pavadas.

Uno no sabe si hacerle caso a Aldo Mariátegui, el sabio que nos dice “p” o hacerle caso a Aldo Mariátegui, el sabio, que nos dice “no p”. Al mejor estilo de la página más sofisticada de Conversación en La Catedral, las dos ideas y los dos personajes no están siquiera separados por una coma. Apenas un paréntesis. Y son la misma persona: ¿el doctor Jekyll y Mr. Hyde? ¿Peter Parker y el Hombre Araña? ¿Snoopy el piloto enmascarado?

Da la impresión de que Mariátegui está representando frente al lector una especie de happening de la escritura: cambia de idea a la mitad de la oración y en lugar de cliquear “delete” y corregirse sigue adelante y se da la contra. Pero no, en el fondo lo que está diciendo es que las seudo explicaciones psiquiátricas o psicopatológicas son buenas cuando las usa él arbitrariamente para comentar la salud mental de un grupo de chicas adolescentes (a las que manda a que las vea un psiquiatra por no haber obtenido una medalla en un mundial de vóley) pero son malísimas si las usan los caviares para cualquier otro fenómeno.

Como yo veo las cosas, el asunto es distinto. Esas chicas, que entrenan entre tres y siete horas cada día de la semana, no en las mejores condiciones, la mayor parte de las cuales vienen de familias humildes, han logrado a los dieciséis años algo que Aldo Mariátegui y los demás frustrados que rajan de ellas no lograrán en toda su vida: estar en la élite mundial de una actividad competitiva, construyendo entre ellas el cuarto mejor equipo de vóley del planeta en su categoría.

Por supuesto, es algo que yo nunca he hecho y probablemente jamás haré, y por esa razón lo único que puedo sentir por ellas es admiración, y mi admiración no cambiará porque no pudieron anotarle el punto 15 a tiempo, en el quinto set, al equipo que hoy es campeón mundial tras arrollar a Estados Unidos 3-0. (Por cierto, me pregunto si alguien en Estados Unidos ha pedido que manden a sus jugadoras al psiquiatra por haber estado tan cerca de campeonar y haberse dejado arrasar de esa forma por las chinas. ¿Frustraciones de superpotencia culposa? ¿Consciencia trágica de que China es el mayor acreedor de la deuda externa americana? ¿Reminiscencias de más de una derrota bélica en Asia? Seguramente. Todas esas cosas deben de ser verdad en Looney Town).

Pero no quiero ser injusto. Hay que mencionar que, bajo la dirección de Mariátegui, el diario Correo sí ganó un premio mundial: el que se concede cada año al artículo periodístico más racista del planeta, honor que obtuvo con una columna escrita por Andrés Bedoya Ugarteche y acogida y publicada por el supercampeón Mariátegui. Es bueno recordarlo ahora porque ese mismo Bedoya Ugarteche fue nuestro máximo representante en la ciencia de encontrarles frustraciones seculares a los peruanos y adosarlas a la psicopatología. Digno maestro de Mariátegui. Por ahí va la cosa.

De mi parte, un aplauso a esas muchachitas, que pese a haber sido diagnosticadas con el “estigma nacional de temerle al éxito”, parecen no temerle en lo más mínimo a viajar hasta el otro lado del planeta, alejándose dos meses de sus familias, su país y su lengua, ganarle claramente a media docena de equipos que llegaban con mejores pronósticos que ellas, y colocarse a sí mismas, sin ayuda de nadie, en esa posición que, según el psiquiatra Mariátegui, tanto temen y que tanto las desasosiega, en este caso, las semifinales de un mundial. Porque no hay nadie más valiente que quien enfrenta sus temores ni nadie más cobarde que quien proyecta los suyos sobre doce muchachitas que no tienen la culpa de los complejos ajenos.


4.8.13

¡Asu mare! ¡Cementerio general es peor!


Me pregunto si el éxito comercial indiscutible de Cementerio general convertirá a esa pésima película en la nueva niña mimada de los economistas neoliberales disfrazados de críticos de arte que hace apenas unos meses propusieron Asu mare como ejemplo del tipo de cine que se debería producir masivamente en el Perú.

No me lo pregunto sólo por maldad. En verdad sería interesante escuchar el argumento. Porque, esta vez, no podrían decir que el éxito de la cinta se debe a que refleja el alma pujante de la nueva peruanidad (es una copia de cien películas americanas), ni a que cuenta una historia de éxito (spoiler alert: todo el mundo manca), ni a que es criollaza, alegre, jaranera y festiva (es una hora y pico de llantos), ni podrían decir tampoco que ha sido hecha a partir de concienzudas investigaciones de mercado, para darle a la gente lo que digan los focus groups, como fue el caso con Asu mare.

Me interesa, también, saber qué opinan de que la popularidad del lanzamiento de Cementerio general haya sido construida sobre un dato falso: la afirmación, muchas veces repetida en las últimas semanas, de que ésta es la primera película de horror que se hace en el Perú. Como si no fueran películas peruanas los muchos filmes de horror dirigidos por cineastas provincianos como los ayacuchanos Melinton Eusebio y Palito Ortega, un fenómeno tan masivo que no sólo ha ocupado espacio en festivales y ciclos cinematográficos nacionales y merecido reportajes impresos, radiales y televisivos, sino que ha sido estudiado en círculos académicos y discutido por la crítica de cine en el Perú y en el extranjero (yo mismo vi muchas de esas películas porque me las regaló un colega uruguayo en la Universidad de Stanford, en California).

Pero, sobre todo, hay una razón fundamental por la cual me gustaría saber si los economistas neoliberales especialistas en todo, esos que explican cualquier fenómeno humano como una consecuencia de las leyes de la oferta y la demanda, están dispuestos a proponer Cementerio general como un modelo para el cine nacional. Esa razón es la siguiente. Durante las semanas que duró la discusión sobre Asu mare, apareció, como tema del debate, el asunto de la calidad artística. Quienes decíamos que Asu mare era una mala película fuimos tachados de elitistas. Los econocríticos decían que una película no era buena o mala en función de lo que pudieran afirmar, desde sus imaginarias torres de marfil, los críticos y los académicos. De hecho, lo que se esgrimía era un argumento populista sobre el arte: el cine es bueno si tiene éxito; si cientos de miles o millones de personas dicen que una película es buena, entonces es buena y los que tienen que revisar sus posiciones son los críticos.

(Para no ser burdo sobre el tema anotaré que la crítica, históricamente, revisa sus argumentos de manera constante, y que hay infinitas obras de arte, incluyendo infinitas obras de arte popular o de gusto popular que han transformado cánones y hecho a la crítica cambiar de dirección, de perspectivas e incluso, algunas veces, de principios. Desde el Quijote hasta Chaplin, desde el blues hasta Batman, desde la poesía juglaresca hasta el teatro de guiñol, desde Louis Armstrong hasta las Vargas Girls).

Pero me gustaría ver a gente como Alfredo Bullard, por ejemplo, ensayando el argumento de que Cementerio general es una buena película y que solamente un académico elitista, como yo, sería capaz de negarlo. Y confieso que me gusta especialmente la oportunidad porque yo, elitista, respingado, culturoso, como dicen, demasiado intelectual, como dicen, soy un amante del cine de horror y algo más: soy un amante del mal cine, y, sin embargo, creo que Cementerio general es tan horrorosamente mala, tan trivialmente mala, tan ridículamente mala, y mala de manera tan común, tan poco original, tan payasesca y desesperada, que ni siquiera un amante del cine de horror, como yo, y ni siquiera un amante del mal cine, como yo, puede encontrar en ella nada que sea mínimamente rescatable.

Aquí debo hacer dos desvíos pequeños. El primero es para saldar una cuenta con Asu mare. Cuando escribí negativamente sobre esa película, mucha gente me dijo que mi crítica hubiera sonado más creíble si yo hubiera rescatado algo positivo de Asu mare, si hubiera dicho qué cosa estaba bien en la película, en lugar de incidir sólo en sus defectos.

A eso tengo que decir que la crítica no es un libro de caudales en el que un comentarista esté obligado a anotar todos los debes y todos los haberes del objeto criticado. Aun así, quiero decir que Asu mare tiene dos o tres momentos no sólo hilarantes sino rescatables (es más fácil ser hilarante que hacer buen cine): la escena del parto y el hombre atravesado por un poste, por ejemplo, o la primera y almodovariana escena de la bruja. Son rescatables porque son cinematográficamente válidas, no ilustraciones de algo ya dicho antes o ya anunciado antes, no enésimas repeticiones de algo que la película ya explicó previamente, sino pasajes que se soportan en la propia narración y en la propia exposición, en la imagen y el diálogo. Pero eso, lamentablemente, el resto de la película lo olvida de modo flagrante.

Por supuesto, digo esto para de inmediato observar que Cementerio general no tiene ni siquiera un pasaje, una escena, un encuadre, un diálogo, un motivo o un rápido guiño que deje al espectador pensando “ok, esto es propio, esto lo ha hecho un director con alguna imaginación, lo ha escrito un guionista con sentido de la narración, con la expectativa o el deseo de decir o de mostrar algo distinto”.

Y el segundo desvío es en verdad un regreso al tema: ¿cómo es que un amante del cine de horror que además se declara amante del mal cine puede decir que esta película de horror es demasiado mala para que, aunque sea él, le encuentre algo rescatable?

En mi antiguo blog, Puente Aéreo, escribí algunos posts bajo el título general de “Malas películas imprescindibles”, dedicados a cintas como SpiderBaby, Beyond the Valley of the Dolls, Color Me Blood Red, ÁMeia-Noite Levarei Sua Alma y Plan 9 from Outer Space. Dije que eran malas y también que eran extraordinarias y que había que verlas. Algunas más que otras, claro: ver la de Ed Wood por segunda vez ya sería un sacrificio, pero Spider Baby la he visto tres veces y sigue siendo mágica y la joya brasilera de José Mojica Marins la quiero repetir apenas pueda.

¿Por qué ésas sí y Cementerio general no? Porque una película puede ser mala y a la vez estar llena de hallazgos, descubrimientos imprevistos, a veces incluso casuales, o ser mala pero decir algo sumamente interesante, o puede ser pésima de manera grotesca y en medio de su vulgaridad encontrar un lenguaje propio y distinto: una mala película puede ser una fuente extraordinaria de ideas, dejarlo a uno marcado con imágenes que un cineasta más consciente o más pudoroso o menos refrenado o más sutil jamás se hubiera permitido filmar.

Y en esa falta de pudor a veces se filtra —uno lo ve— una variedad de locura que es tan poderosa que su forma se vuelve súbitamente secundaria, o todo lo contrario: la locura se vuelve pura forma, la intuición del mal o de la vileza o la bajeza o la miseria de lo humano se vuelve pura forma, y eso, que quizás un cineasta más cauto y menos enloquecido hubiera moderado y reprimido, un mal cineasta puede liberarlo hasta acuñar una obra indeleble, válida ya en sí misma, no importa cuántos principios estéticos y cuántos principios de composición viole, o quizás precisamente porque los viola, a veces sin saber.

Bueno. No esperen nada así de Cementerio general, porque Cementerio general no es otra cosa que una pésima imitación de las peores cintas de horror del cine americano de las últimas dos décadas, construida sobre un guión tan malo que ni la más lastimosa productora hollywoodense se hubiera dado el trabajo de aceptarlo aunque fuera sólo para reescribirlo. Y como si eso fuera poco, la película tiene las actuaciones más mediocres que sea posible imaginar, no sólo entre los jóvenes que asumen, incautos, sin aparente dirección, el rol de los muchachitos perpetuamente llorosos, gritones y lastimeros que aparecen y desaparecen en la historia sin orden ni concierto, corriendo por el cementerio como un rebaño de ovejas asustadas, todos igualitos, como un ridículo personaje de cuatro o cinco cabezas. De hecho, peor que ellos está Marisol Aguirre, incapaz de llorar y gritar de manera medianamente verosímil y cuya actuación ocasiona momentos más chistosos que todo Asu mare.

Hablando francamente: ¿cuán malo tiene que ser un cineasta para filmar una película de horror en locación, en un tenebroso cementerio de provincia, de noche, con cámara de visión nocturna, y conseguir que, en la pantalla, el cementerio parezca uno de esos camposantos de cartón en los que filmaba sus mamarrachos involuntariamente cómicos el legendario Ed Wood?

Alguien me dirá (mucha gente ya lo dijo): “pero uno se ríe con Asu mare y muchos se asustan con Cementerio general, así que cumplen su objetivo y por lo tanto son buenas”. Eso es como decir que un automóvil es un buen automóvil porque rueda y tiene motor o como decir que un zapato es notable porque tiene un hueco donde puedo meter el pie. Cumplir más o menos con la definición del género no hace a una película un buen exponente de ese género ni mucho menos una buena película.

Ojalá los econocríticos digan que sí, que si Cementerio general es un éxito, entonces esa película es un modelo a seguir. Ojalá, porque si lo dicen quedará ya demasiado claro que no tienen la menor idea de qué cosa es arte y qué cosa es un producto cultural válido, ni tampoco tienen idea de qué cosa es, para ponerlo en sus términos, una buena industria del entretenimiento, y que en el fondo lo que ellos esperan para el Perú es que el Perú sea una mala copia de las peores cosas que se hacen afuera de él. Eso es lo que parece cada vez que hablan de economía e industria, y eso es lo que parece, hasta ahora, cada vez que hablan de arte y de cultura.