22.8.13

Lavanderías Beto Ortiz

--> (Mi artículo de la semana pasada en Velaverde)

Yo dije ahora sí fuiste, Laura Bozzo: ábrele tu corazón a Satanás, pero nada. Beto Ortiz le preguntó cuántas cirugías se había hecho para esculpirse en el cráneo ese rostro picassiano y la única pregunta peluda fue sobre axilas. Esperé una semana. Ahí sí dije de acá no pasas, Kenji Fujimori, vas a terminar prendiéndole velitas a Judas Iscariote, pero otra vez nada. Beto Ortiz ungió a Kenji niño símbolo de la lucha contra el bullying: le preguntó si sus profesores y sus compañeritos del cole lo maltrataban allá por los noventa. Yo pensé: tiene que ser una emboscada del sagaz Ortiz, azote de corruptos. Es una estrategia. Seguro ahorita le pregunta sobre los estudiantes de La Cantuta que el Grupo Colina bulineó hasta una fosa común durante la dictadura de su padre. Cuál no sería mi sorpresa al ver que esa pregunta también se le escapó a Beto.

A los siete días tampoco pasó nada: Mónica Cabrejos, mártir del calatismo nacional, cuyo poto iluminó el santoral de todas las parroquias peruanas años atrás, se presentó puntual a su entrevista, con sonrisa radiante y piernas de vedette que podría no haberse retirado. Pero en la otra silla no se sentó Beto Ortiz, sino el renunciante Papa Benedicto XVI, zapatitos rojos y todo, y la conversación fue como un trámite previo a la beatificación. Está bien, no hay problema: Mónica es una chica buena y luchadora, que ha sufrido mucho en la vida. Y es obvio que la pusieron ahí para hacer un paréntesis. Además, en la cuarta semana el invitado era Rómulo León Alegría, ministro a quien su propio jefe Alan García describiera, con pestífera metáfora, como una “rata” de la corrupción, así que pensé: Beto le va a salir con la pata en alto; si pasa la pelota, no pasa el jugador. Otro error mío: León quedó como un gatito, toma tu lechecita Michifuz, ¿verdad que de niño fuiste campeón de yoyó? Desde ahora te llamaremos Rómulo Fe y Alegría.

Ipso facto, desde las mismas entrañas de Frecuencia Latina, se alzó la voz de todos los miembros de ese alucinante equipo de súper periodistas justicieros que forman el coro de querubines moralizadores del canal del búnker. Esto ya es mucha payasada, dijeron al unísono Aldo Mariátegui, Mónica Delta y Nicolás Lúcar. Pero en ese momento desperté de mi sueño, estrangulando la almohada. ¿Qué van a decir nada, pues? ¿Alguien imagina a Mónica Delta avergonzada de que en su canal se les lave la cara a los personajes más tétricos del aprofujimontesinismo? ¿A Aldo Mariátegui rebelándose contra las instrucciones de su (ahora casi abstracto) empleador? ¿Alguien alucina a Nicolás Lúcar diciendo oye Beto, no te pases, hermano, hay que tener un poco más de dignidad? Ni hablar. Es más: el trabajo de Lúcar, ahora, es hacer que buena parte del bloque informativo de Frecuencia Latina sean los previos y la sobremesa del programa de Ortiz, programa que, a todo esto, por un fenómeno que sólo podemos atribuir a la inercia, sigue llamándose El valor de la verdad.

Lo que me hace recordar que la primera temporada de ese programa comenzó con un tono bien diferente. Preguntas tan violentas que parecían golpes y puñetazos. Claro, los concursantes no eran los pesos pesados de Pendavisland que son hoy los caseritos de la segunda temporada. Eran gente como Ruth Thalía Sayas, dispuesta a revelarlo todo, creyendo ingenuamente que esa cantidad impensable de ceros en el cheque del premio le cambiaría la vida para bien, aunque su orgullo y su honra quedaran por los suelos, sin saber que, poco más tarde, el dinero lo iba a tener algún ratero y ella iba a ser un cadáver en una fosa cubierta de concreto. “Debimos hacer más por buscarla”, declaró entonces Beto Ortiz. Pero para ese momento él debía de estar invirtiendo su esfuerzo en buscar otra cosa: a los invitados de su segunda temporada, esos sí vivitos y coleando, y muy dispuestos a participar en El valor de la verdad, que, más que un programa de televisión, es un programa de rehabilitación de imagen para personajes públicos manchados, que necesitan una buena jabonada, una buena lavadita, un cambio de look de adentro para afuera. Extreme Makeover, debería llamarse. Fashion Emergency. The Biggest Loser. Cualquier cosa. Porque, para que se llame El valor de la verdad, tendríamos que empezar por redefinir “valor” y redefinir “verdad” o quemar todos los diccionarios o aceptar que nosotros también somos ciudadanos de Pendavisland, donde el español es lengua muerta o se ha transformado en un extraño idioma en el que “valor” significa plata y “verdad” significa burla general, la cachita del más sapo, la sonrisa del mentiroso, la carcajada del hipócrita.

Es la fórmula perfecta, y eso hay que concedérselo a Ortiz. El programa no tiene éxito porque sea una catarata de brillantes momentos televisivos, sino porque es un espectáculo descarado y tan morboso que atrae. Cuando el hermano de León Alegría le dijo a Ortiz “eres muy inteligente” y Ortiz respondió “eso nunca nadie me lo ha dicho”, se produjo, a mi juicio, el único instante de televisión honesta de toda la temporada. Ortiz no es inteligente (aunque eso en el Perú es un mérito) pero sí es empático. Y lo es, sobre todo, con cierto tipo de persona: el poderoso caído por sus propios pecados, la celebridad oscurecida, el complotador descubierto. No fue empático con Ruth Thalía Sayas, pero sí supo comprender que Laura Bozzo es muy humana y llora, que Rómulo León es un abuelo cariñoso y llora, que Kenji es un buen hijo y… él no llora, tampoco tampoco. ¿Por qué no le preguntó por su silencio de todos estos años tras la revelación de las torturas de las que fue objeto su madre? ¿Por qué no le preguntó de dónde salió el dinero para sus estudios universitarios? No pues, eso lo hubiera preguntado otro, un periodista, quizás, como el que quiso ser Ortiz alguna vez, antes de darse cuenta de que en el Perú la verdad no es un negocio, que no tiene valor en sí misma, o que el valor de la verdad está en la capacidad que tenga uno de manipularla, torcerla, desvirtuarla y pervertirla. O lo hubiera preguntado usted, pero usted no tiene acceso a esas personas y esas personas no le abren su corazón a cualquiera, sólo al que sepa mirar adentro y hacerse el que no ve. Y ese es el negocio de Ortiz.

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1 comentario:

Anónimo dijo...

En esta vaina el pecado original es ¡¡pensar en grande!!, sin rubor alguno y sin escrúpulos. En esta “ambicia”, en que el más pintado (o más pintarrajeado) queda embarrado, se presenta sin cese la mar de pequeñeces convenienteras, encompinchamientos y compadrazgos bajo la alfombra. En esta farándula pretenciosa prolifera toda una manada de genios, de escritores deslumbrantes, de periodistas idealistas y con mucho talento, de actores y actrices a quienes les importa un carajo el teatro pero que, al igual que los corruptos que aparentan luchar contra la corrupción, pretenden hacer creer que el teatro es lo máximo, gente brillante a quien si le raspas con la uña aparece de inmediato la opacidad, la miasma de sus errores ortográficos y la idiota vanidad, que son los reales motores de sus imposturas y andaduras, de sus imbecilidades televisivas y de su proletaria ensoñación con los negocios. Entonces pues, no hay lugar a quejas acerca del exitoso Beto Ortiz quien por cierto escribió una vez en el periódico que estaba harto de ver hasta en la sopa la figura de Gastón Acurio.