24.3.14

La violación como cadena perpetua

(Mi columna de esta semana en Velaverde)

Hace un par de años, en medio de una campaña electoral que, según todas las encuestas, debía llevarlo fácilmente a convertirse en senador por el estado de Missouri, el entonces diputado Todd Akin ofreció una desafortunada entrevista televisiva en la que habló, entre otras cosas, acerca del aborto terapéutico y del aborto en casos en que la concepción es producto de una violación. “Hasta donde entiendo, por lo que dicen los doctores, ese caso es inusual”, dijo. “Si es una violación legítima, el cuerpo de la mujer tiene formas de tratar de desactivar toda la cosa. Pero asumamos que tal vez eso no funciona o algo así. Lo que yo creo es que debería haber algún castigo, pero el castigo debería recaer sobre el violador”.

Akin, casi no hace falta decirlo, es republicano, parte del ala ultraconservadora del partido, y su base de apoyo es el famoso y lamentable Tea Party. Quizás otros ultraconservadores, menos lelos con el lenguaje, tengan formas no tan detestables de formular la idea, pero la idea en sí es compartida por todo ese extremo de la derecha americana, que considera que si una violación conduce a un embarazo y la mujer violada decide no llevar a término el embarazo y, en consecuencia, elige abortar, lo que está haciendo es castigar al nonato, quitarle la vida. En otras palabras, piensan que la mujer violada que aborta es una homicida. Ese razonamiento es sólo una de las curiosas maneras en que la misoginia transforma a las víctimas en culpables o no las reconoce como víctimas o las convierte en no-entidades o en seres sin derechos.

Como ocurre con todos los discursos de odio, para rechazar el discurso misógino basta con la operación de colocarse en el lugar de la víctima de ese discurso. En este caso particular, colocarnos en el lugar de una mujer violada y embarazada como producto de ese crimen. Para ponerme en esa situación, necesito imaginar que soy una mujer, que soy víctima de una violación, que esa violación deja en mí una marca traumática que me perseguirá por mucho tiempo y herirá mi psiquis por el resto de mi vida. Luego debo imaginar el momento en que, apenas semanas después de esa degradante agresión, descubro, primero como una sospecha y después con seguridad, los síntomas del embarazo.

¿Qué cosa siente una mujer en ese instante? ¿Qué siente la mujer violada cuando descubre que la semilla de su violador está en su cuerpo, que ha quedado allí, adentro de ella, que estará en ella por nueve meses y luego nacerá, convertida en un niño o en una niña? ¿Qué siente al saber que acaso tendrá que criar y cobijar y educar a una criatura que no sólo no quiso, no buscó y no escogió, sino que además fue depositada en su cuerpo por la persona que más ha odiado y que más daño le ha hecho en el momento más terrible de su vida, una criatura que fue originada en su cuerpo como parte de una acción destructiva, aniquilante, envilecedora, como lo es siempre una violación? ¿Qué siente una mujer condenada a que, en su vida, la maternidad y el odio, la maternidad y la violencia, la maternidad y el desprecio queden para siempre conectados por designio de su violador y con la complicidad de la sociedad y de las leyes?

Hay, por supuesto, una infinidad de cosas que no puedo saber con precisión por más que trate de colocarme en el lugar de esa mujer. Pero hay cosas que sí sé porque todos las sabemos. Una es que una violación es un hecho traumático. Un trauma es la huella de un acto, de un episodio, de un fragmento de vida tan atroz y tan violento que se convierte en una zona sucia y aciaga de nuestra memoria para siempre. Un agujero negro al que no queremos enfrentarnos pero que inevitablemente nos atrapa y nos succiona: quienes han sufrido un trauma orbitan alrededor de él por el resto de su vida. Las víctimas de hechos traumáticos suelen sentirse culpables de él, copartícipes: el trauma las secuestra. Lo imaginan y lo reviven perpetuamente.
Una violación dura, en apariencia, unos minutos o unas horas, pero en verdad suele durar para siempre. Se convierte en un estigma: es una marca tan honda en la psiquis que parece una marca visible en el cuerpo. Pero una violación que culmina en un embarazo es una marca visible en el cuerpo. Se transforma en una criatura, se convierte en un bebe, después en un niño, después en un adolescente, inocente sin duda de su origen, pero, inevitablemente, recuerdo vivo, para la madre, del terrible momento que lo originó. Algunas mujeres, dios sabe a través de qué esfuerzo sobrehumano, lograrán separar en sus mentes al niño del padre, pero otras no. ¿Quién tiene derecho a decirles a esas mujeres que no sólo deben vivir con el trauma en su memoria para siempre, sino que, además, deben traer al mundo al fruto de la violación y acaso vivir con él por el resto de sus días, convirtiendo la violación en un presente eterno?

En Missouri, esa estúpida declaración hizo que Todd Akin, favorito hasta entonces, perdiera largamente la elección contra su rival demócrata —una mujer, por cierto—, la senadora Claire McCaskill. Pero en el Perú esas cosas pueden decirse sin temer mayores consecuencias. Martha Meier, una figura de liderazgo en la concentración de medios de la Corporación El Comercio, quien piensa que las mujeres violadas no tienen derecho a abortar si su violador las embaraza, escribió hace unos días que el porcentaje de mujeres que resultan embarazadas por una violación es tan pequeño que esa circunstancia no debe considerarse en el debate sobre el aborto. En verdad, Meier piensa que ninguna circunstancia debe considerarse en ese debate. Es la manera en que piensan y actúan los radicales: para ellos, el debate consiste en el ejercicio de imponer sus ideas a la realidad, “sin permitir”, como dijo otro ultraconservador americano años atrás, “que los hechos interfieran con los discursos”.

Ya hemos visto ese tipo de razonamiento en el Perú, cuando Aldo Mariátegui sostuvo que las mujeres que murieron como producto de las esterilizaciones forzadas del fujimorismo eran tan pocas que estadísticamente resultaban irrelevantes. Por cierto, Aldo Mariátegui no es un ultraconservador, ni un liberal, ni un neoliberal, ni un pragmático, sino un ruido de fondo que interfiere con toda forma de pensamiento racional, pero, para ser justos, hay que decir que no comparte la posición de Meier en el tema del aborto (creo). Aun así es sintomático que Meier aplique esa manera de razonar al tema de la mujer y el aborto y Mariátegui la aplique al tema de la mujer y las esterilizaciones forzadas, porque ambas piezas completan el cuadro de la insoportable misoginia de derecha que persiste en el Perú: el cuerpo, la mente y la vida de la mujer son tierra de nadie, objetos sin valor que la derecha se cree con derecho a manipular de cualquier forma.

Una mujer puede morir sin que sea relevante, porque es estadísticamente marginal. Una mujer puede ser violada y condenada a ser madre del hijo de su violador o, si decide abortar, puede ser acusada de un crimen. Esa acusación es, en sí misma, una repetición del envilecimiento, un nuevo ultraje, una injuria adicional, una nueva violación, de la misma manera en que decir que una mujer muerta es irrelevante porque no afecta la estadística es burlarse de su muerte y despreciarla una vez más.

19.3.14

Beto Ortiz y Paco Yunque o Qué pasa cuando uno no entiende los cuentos para niños

Beto Ortiz sostiene que el cuento Paco Yunque de César Vallejo promueve “el estereotipo del cholito víctima”. Mario Vargas Llosa sostiene que en Paco Yunque hay “un espíritu de protesta que se contagia al lector”. No es sorprendente que nuestro peor escritor y nuestro mejor novelista tengan visiones tan radicalmente distintas de aquel relato escrito en 1931 por nuestro mayor poeta. No es sorprendente porque para ser un gran escritor primero hay que ser un excelente lector, y Vargas Llosa lo es, como sabemos de sobra por su largo trabajo como crítico literario, y Beto Ortiz no lo es, como sabemos de sobra porque es obvio. Beto Ortiz es un lector tan malo que lee Paco Yunque y cree que Vallejo promueve un estereotipo racista en el que se asocia lo cholo, o lo andino, o lo mestizo, con la pasividad y la pusilanimidad.

Todos hemos leído Paco Yunque en algún momento entre cuarto de primaria y segundo de media (como debe ser, porque Paco Yunque es un cuento para niños, escrito por Vallejo a pedido de una revista infantil) y sin duda, aunque desconociéramos palabras como estereotipo, racismo, segregación, semifeudal, gamonalismo y discriminación, todos entendimos el mensaje básico, el mensaje que Vallejo escribió para que le quedara claro a sus niños lectores. El mensaje es que hay sociedades atrozmente injustas donde el color de la piel y el origen permiten a unos abusar de otros, sentirse superiores, ser violentos, creerse propietarios de los demás, lastimarlos. Y que la injusticia de esa relación perversa se transmite de padres a hijos a nietos, de manera tan inexorable que incluso un niño inteligente, como Paco Yunque, un muchachito que no hace otra cosa que observar el mundo alrededor de él y preguntarse por qué ese mundo tiene esa forma maldita y agresiva, incluso ese niño, es inmediatamente introducido en la sociedad como sirviente, como semiesclavo, y sus dotes de observador y su sensibilidad no son nada al lado de la gigantesca estructura social que el país entero deposita sobre su espalda. Es decir, en otras palabras, sin tener esos conceptos a la mano, de chicos, cuando leímos Paco Yunque por primera vez, entendimos, como dice Vargas Llosa, que en ese cuento había “un espíritu de protesta”. Que Vallejo no promueve ningún “estereotipo de cholito víctima”: Vallejo está diciendo que la estructura de nuestra sociedad es criminal porque es racista y clasista y que ese crimen tiene víctimas reales y está diciendo quiénes son esas víctimas y está diciendo quiénes sostienen la explotación.

Paco Yunque, el personaje, no corresponde a ningún estereotipo previo en la literatura peruana y no engendra una genealogía de “cholitos víctimas”. Paco Yunque es Paco Yunque: un prospecto de semiciudadano que empieza a sufrir los horrores de la injusticia social en el momento en que la nación lo incluye engañosa y perversamente en sus circuitos: el primer día de escuela, la semana en que ha dejado el campo. Paco Yunque recuerda que en el campo las personas hablan como personas, es decir, una primero, después otra, después otra: dialogando, mientras que en la ciudad y en la escuela todos hablan al mismo tiempo, y eso no le parece humano. Paco Yunque, en su primer día de colegio, entiende algo que Beto Ortiz no entiende hasta hoy: que la sociedad no camina bien, que tiene algo monstruoso y deforme, y al comprender eso nos deja entender que las deformidades de la sociedad deberían abolirse y transformarse. Ese es el “espíritu de protesta” al que se refiere Vargas Llosa. Vallejo el marxista convicto y Vargas Llosa el liberal librepensador se dan cuenta. Beto Ortiz no. Beto Ortiz ha escrito hoy que prohibir al personaje de la Paisana Jacinta de Jorge Benavides sería como prohibir al Paco Yunque de Vallejo. Beto Ortiz no tiene la más remota idea de la diferencia que existe entre, por un lado, como Vallejo, exhibir y denunciar una deformidad de la sociedad y, por otro lado, como Benavides, contribuir a la repetición infinita de esa deformidad mediante la caricatura de las personas más habitualmente maltratadas en nuestra sociedad.

Paco Yunque no es un estereotipo pero sí ha engendrado una larga tradición de personajes que son parientes suyos en la literatura peruana. Para sorpresa de Beto Ortiz, esa genealogía no está formada por “cholitos víctimas”, sino por personajes de distintas clases sociales y orígenes étnicos, niños y adolescentes secuestrados por un orden social mucho más fuerte que ellos. Quien haya leído el cuento “Interior L” de Ribeyro, sabe que Ribeyro ha contribuido a esa genealogía con la historia de la chica sexualmente abusada que no tiene otro recurso que ceder al abuso para sobrevivir. Quien haya leído el cuento “Con Jimmy en Paracas” de Alfredo Bryce, sabe que Bryce también está en esa genealogía, con la historia del muchachito sacrificado por su propio padre, atrapado en la cueva oscura de las jerarquías sociales. Quien haya leído La ciudad y los perros sabe quién es Ricardo Arana, el Esclavo, y cómo su muerte es el producto natural de una sociedad vertical donde unos nacen para perder porque sólo así se mantiene la estructura.

Como dije al principio, para ser un buen escritor primero hay que ser un buen lector. Por eso Borges decía que estaba más orgulloso de los libros que había leído que de los libros que había escrito. Otra cosa que hay que tener para ser un buen escritor es empatía. Empatía con los que ocupan otro lugar en la sociedad, sobre todo con quienes ocupan un lugar radicalmente marginal. Para entender Paco Yunque hay que ser empático, claramente, porque Paco Yunque es un personaje distinto de la inmensa mayoría de quienes pueden leer un cuento en el Perú: es una criatura de algún lugar de alguna provincia peruana a principios del siglo pasado, donde una corporación inglesa rige la vida económica y política del pueblo; es un explotado y es un niño abusado; de grande será un adulto con la memoria del abuso que sufrió y que probablemente seguirá sufriendo. No es un pusilánime: es un oprimido. No es un estereotipo: es una realidad de su tiempo que sigue siendo real en nuestro tiempo, excepto, quizás, porque en nuestro tiempo Paco Yunque no tendrá nunca una carpeta en el mismo salón de clases que sus patrones. Quienes lean Paco Yunque de niños y lo entiendan, lo comprendan de verdad, sepan de qué habla, de grandes recordarán la lección y no repetirán el abuso. Beto Ortiz, como es claro, no entendió eso jamás.

17.3.14

EL FUJIMORISMO Y/O LA IGNORANCIA

(Mi columna de hoy en Velaverde)

Los peruanos (básicamente los peruanos de la clase media para arriba), que hemos hecho del eufemismo nuestra segunda lengua y del olvido nuestra versión de la memoria, hemos hecho también de la ignorancia nuestra forma nacional de conocimiento. Cuando digo eso, no trato de ser irónico. Como buen peruano, soy incapaz de ironía. El humor peruano nunca es sutil y, como es sabido, sin sutileza la ironía es imposible. Si digo que la ignorancia es nuestra forma de conocimiento, no intento un juego de palabras ni formular una contradicción incómoda ni intento dejar un absurdo en evidencia, como haría un ironista. Sólo intento una definición.
Hay casi infinitas formas de conocimiento y la mayoría de ellas están, en mayor o menor grado, a nuestra disposición: las ciencias, por ejemplo, o las humanidades o las ciencias sociales. También las artes son una forma de conocimiento: la pintura, la música, la fotografía. También la simple intuición, también la religión, también la superstición. También el periodismo, aunque ahora nos parezca mentira. Y también la mentira puede ser una forma de conocimiento: la ficción, el drama, la fantasía. Nuestra relación con el mundo es imposible sin un intento de comprender ese mundo y eso nos conduce inexorablemente a elegir uno o varios de esos caminos. Los peruanos (repito: sobre todo los peruanos de la clase media hacia arriba) hemos elegido la ignorancia.

En otras palabras, hemos decidido que nuestra manera de saber quiénes somos es nunca preguntarnos quiénes somos, nuestra manera de ser un país es ignorar cuál es la forma de ese país, nuestra manera de ser ciudadanos es ignorar que hay otros ciudadanos, nuestra manera de enfrentarnos al momento actual es ignorar que ese momento es producto de una historia, nuestra manera de confrontar las desigualdades sociales es asumir que son fenómenos naturales para poder ignorar nuestra parte y nuestra culpa en ellas y de paso liberarnos de cualquier responsabilidad de resolverlas.

Nuestra manera de tener ciudades modernas es levantar muros entre ladera y ladera, para no ver qué hay al otro lado de la cima, construir portones entre calle y calle para no mirar la urbanización de al lado, tender sogas arbitrarias en la mitad de una playa para que no asome la gente del arenal contiguo, colocar avisos luminosos en las cornisas de los edificios para concentrarnos en ellos y no ver la mugre en las veredas, los mendigos en las esquinas, los niños limosneros al pie del semáforo. Cuando caminamos por el Centro de Lima a mediodía no miramos los cerros: nos recordarían la parte de la realidad que preferimos ignorar. Cuando caminamos por el Centro de Lima de noche, entonces sí, alzamos la cabeza y vemos las lucecitas que se pierden en el cielo y se confunden con las estrellas y nos parecen hermosas, como si fueran los faroles de un pueblecito mediterráneo.

Eso funciona y no funciona. Funciona de inmediato, a trechos breves, nos permite sobrevivir día a día. Hasta que alguien dispara en la avenida, rompe la luna de un automóvil, abalea una notaría o asesina a un empleado para robarle su quincena. Funciona hasta que una huelga se cruza en nuestro camino o prendemos la tele por la noche y descubrimos, atónitos, como si fuera impensable, que ese batallón de policías antimotines no está reprimiendo a una turba revoltosa en un país del Medio Oriente sino a treinta minutos de nuestra casa o en un villorrio de la selva o de la sierra. Funciona hasta que deja de funcionar.

Entonces pedimos seguridad ciudadana. Y no se nos ocurre nunca pensar que existe una relación entre nuestra política de ignorancia voluntaria y la violencia que de pronto nos explota en la cara. Pedimos represión y mano dura. Vivimos negándonos a reconocer las muchas formas de violencia que existen en nuestra sociedad (la violencia de la pobreza, de la segregación, del sexismo, de la homofobia, del racismo) y cuando esa represión mental constante se agujerea (ninguna represión mental es a prueba de balas) y la realidad se nos viene encima, pedimos una forma más radical de represión. No queremos un Estado ni un gobierno: queremos un superego criminal que elimine las manchas del panorama perfecto en el que nos gustaría vivir. Por eso no pedimos políticas sociales que modifiquen la estructura en la que brota la violencia; pedimos solamente que la violencia sea administrada (escondida, arrumada, barrida bajo la alfombra) de tal modo que no nos impida seguir en nuestra bendita ignorancia.

El toque maestro de ese sistema de vida es nuestro intento perpetuo por ignorar que somos ignorantes, o, más precisamente, por fingir que ignoramos que somos ignorantes (que en el fondo es lo mismo). Nuestro modelo histórico para ello viene del experimento fujimorista: la década de la dictadura, a lo largo de la cual todos sus crímenes fueron denunciados y documentados, fue también la década en que los peruanos aprendieron a fingir que ignoraban que la dictadura era criminal o incluso que era una dictadura. Y de inmediato, cuando la pantomima fue insostenible, aprendieron a fingir que se sorprendían al descubrir la corrupción del régimen. Y aprendieron a fingir que detestaban esa corrupción. Pero rápidamente aprendieron a fingir que creían que el nuevo fujimorismo, el de Keiko Fujimori, no era corrupto, que milagrosamente había mutado en un actor legítimo de nuestra vida política. Eso lo hicieron para que el fujimorismo pudiera regresar. Lo que les gustó del fujimorismo a tantos peruanos en un inicio, claro está, fue la relativa tranquilidad económica. Pero lo que los apasionó por el fujimorismo, sobre todo, insisto, a las clases medias y altas, fue el descubrimiento de un sistema en el que la corrupción podía ser a la vez obvia y pasada enteramente por alto. Es decir, les fascinó la idea de ser gobernados por maleantes y no tener que indignarse genuinamente ni tampoco fingir indignación: bastaba con fingir ignorancia.

El problema es que para creer que el fujimorismo es una opción razonable de gobierno hay que ser ignorante de verdad, porque uno tiene que convencerse a sí mismo de que el país es viable aunque jamás ataque frontalmente ninguno de sus problemas de fondo, nunca se confronte a sí mismo, nunca reflexione sobre nada. Como un enfermo grave que crea que basta con planchar la ropa y maquillarse para seguir viviendo, cuando lo único que hace es agonizar. El otro problema, el problema mayor, es que el fujimorismo es mucho más grande que cualquiera que sea el eventual partido de los candidatos fujimoristas: se ha vuelto una forma estándar de hacer política en el Perú, ha delineado nuestras actitudes ideológicas, nuestras actitudes como nación, nuestras aspiraciones personales, nuestra moral social y, ciertamente, nuestra fácil convivencia con la corrupción. Si en las próximas elecciones nuestra opción final es votar por Keiko Fujimori o votar por Alan García, estaremos votando, en el fondo, por un fujimorismo con Fujimori o un fujimorismo sin Fujimori. Los dos son igualmente espantosos y todo parece indicar que no somos capaces de producir ninguna respuesta coherente a esa fatalidad.