17.3.14

EL FUJIMORISMO Y/O LA IGNORANCIA

(Mi columna de hoy en Velaverde)

Los peruanos (básicamente los peruanos de la clase media para arriba), que hemos hecho del eufemismo nuestra segunda lengua y del olvido nuestra versión de la memoria, hemos hecho también de la ignorancia nuestra forma nacional de conocimiento. Cuando digo eso, no trato de ser irónico. Como buen peruano, soy incapaz de ironía. El humor peruano nunca es sutil y, como es sabido, sin sutileza la ironía es imposible. Si digo que la ignorancia es nuestra forma de conocimiento, no intento un juego de palabras ni formular una contradicción incómoda ni intento dejar un absurdo en evidencia, como haría un ironista. Sólo intento una definición.
Hay casi infinitas formas de conocimiento y la mayoría de ellas están, en mayor o menor grado, a nuestra disposición: las ciencias, por ejemplo, o las humanidades o las ciencias sociales. También las artes son una forma de conocimiento: la pintura, la música, la fotografía. También la simple intuición, también la religión, también la superstición. También el periodismo, aunque ahora nos parezca mentira. Y también la mentira puede ser una forma de conocimiento: la ficción, el drama, la fantasía. Nuestra relación con el mundo es imposible sin un intento de comprender ese mundo y eso nos conduce inexorablemente a elegir uno o varios de esos caminos. Los peruanos (repito: sobre todo los peruanos de la clase media hacia arriba) hemos elegido la ignorancia.

En otras palabras, hemos decidido que nuestra manera de saber quiénes somos es nunca preguntarnos quiénes somos, nuestra manera de ser un país es ignorar cuál es la forma de ese país, nuestra manera de ser ciudadanos es ignorar que hay otros ciudadanos, nuestra manera de enfrentarnos al momento actual es ignorar que ese momento es producto de una historia, nuestra manera de confrontar las desigualdades sociales es asumir que son fenómenos naturales para poder ignorar nuestra parte y nuestra culpa en ellas y de paso liberarnos de cualquier responsabilidad de resolverlas.

Nuestra manera de tener ciudades modernas es levantar muros entre ladera y ladera, para no ver qué hay al otro lado de la cima, construir portones entre calle y calle para no mirar la urbanización de al lado, tender sogas arbitrarias en la mitad de una playa para que no asome la gente del arenal contiguo, colocar avisos luminosos en las cornisas de los edificios para concentrarnos en ellos y no ver la mugre en las veredas, los mendigos en las esquinas, los niños limosneros al pie del semáforo. Cuando caminamos por el Centro de Lima a mediodía no miramos los cerros: nos recordarían la parte de la realidad que preferimos ignorar. Cuando caminamos por el Centro de Lima de noche, entonces sí, alzamos la cabeza y vemos las lucecitas que se pierden en el cielo y se confunden con las estrellas y nos parecen hermosas, como si fueran los faroles de un pueblecito mediterráneo.

Eso funciona y no funciona. Funciona de inmediato, a trechos breves, nos permite sobrevivir día a día. Hasta que alguien dispara en la avenida, rompe la luna de un automóvil, abalea una notaría o asesina a un empleado para robarle su quincena. Funciona hasta que una huelga se cruza en nuestro camino o prendemos la tele por la noche y descubrimos, atónitos, como si fuera impensable, que ese batallón de policías antimotines no está reprimiendo a una turba revoltosa en un país del Medio Oriente sino a treinta minutos de nuestra casa o en un villorrio de la selva o de la sierra. Funciona hasta que deja de funcionar.

Entonces pedimos seguridad ciudadana. Y no se nos ocurre nunca pensar que existe una relación entre nuestra política de ignorancia voluntaria y la violencia que de pronto nos explota en la cara. Pedimos represión y mano dura. Vivimos negándonos a reconocer las muchas formas de violencia que existen en nuestra sociedad (la violencia de la pobreza, de la segregación, del sexismo, de la homofobia, del racismo) y cuando esa represión mental constante se agujerea (ninguna represión mental es a prueba de balas) y la realidad se nos viene encima, pedimos una forma más radical de represión. No queremos un Estado ni un gobierno: queremos un superego criminal que elimine las manchas del panorama perfecto en el que nos gustaría vivir. Por eso no pedimos políticas sociales que modifiquen la estructura en la que brota la violencia; pedimos solamente que la violencia sea administrada (escondida, arrumada, barrida bajo la alfombra) de tal modo que no nos impida seguir en nuestra bendita ignorancia.

El toque maestro de ese sistema de vida es nuestro intento perpetuo por ignorar que somos ignorantes, o, más precisamente, por fingir que ignoramos que somos ignorantes (que en el fondo es lo mismo). Nuestro modelo histórico para ello viene del experimento fujimorista: la década de la dictadura, a lo largo de la cual todos sus crímenes fueron denunciados y documentados, fue también la década en que los peruanos aprendieron a fingir que ignoraban que la dictadura era criminal o incluso que era una dictadura. Y de inmediato, cuando la pantomima fue insostenible, aprendieron a fingir que se sorprendían al descubrir la corrupción del régimen. Y aprendieron a fingir que detestaban esa corrupción. Pero rápidamente aprendieron a fingir que creían que el nuevo fujimorismo, el de Keiko Fujimori, no era corrupto, que milagrosamente había mutado en un actor legítimo de nuestra vida política. Eso lo hicieron para que el fujimorismo pudiera regresar. Lo que les gustó del fujimorismo a tantos peruanos en un inicio, claro está, fue la relativa tranquilidad económica. Pero lo que los apasionó por el fujimorismo, sobre todo, insisto, a las clases medias y altas, fue el descubrimiento de un sistema en el que la corrupción podía ser a la vez obvia y pasada enteramente por alto. Es decir, les fascinó la idea de ser gobernados por maleantes y no tener que indignarse genuinamente ni tampoco fingir indignación: bastaba con fingir ignorancia.

El problema es que para creer que el fujimorismo es una opción razonable de gobierno hay que ser ignorante de verdad, porque uno tiene que convencerse a sí mismo de que el país es viable aunque jamás ataque frontalmente ninguno de sus problemas de fondo, nunca se confronte a sí mismo, nunca reflexione sobre nada. Como un enfermo grave que crea que basta con planchar la ropa y maquillarse para seguir viviendo, cuando lo único que hace es agonizar. El otro problema, el problema mayor, es que el fujimorismo es mucho más grande que cualquiera que sea el eventual partido de los candidatos fujimoristas: se ha vuelto una forma estándar de hacer política en el Perú, ha delineado nuestras actitudes ideológicas, nuestras actitudes como nación, nuestras aspiraciones personales, nuestra moral social y, ciertamente, nuestra fácil convivencia con la corrupción. Si en las próximas elecciones nuestra opción final es votar por Keiko Fujimori o votar por Alan García, estaremos votando, en el fondo, por un fujimorismo con Fujimori o un fujimorismo sin Fujimori. Los dos son igualmente espantosos y todo parece indicar que no somos capaces de producir ninguna respuesta coherente a esa fatalidad.

No hay comentarios.: